Nuestro hombre en Utopía

 

 

Meditaciones sobre

una utopía multicultural

por Jim Rovira

 

Agosto 1998

 

 

1968 – Dairy Valley, CA. El centro de Dairy Valley: el cruce de Gridley Rd., de dos carriles, y Artesia Blvd. En una esquina se encontraba el Tastee Freeze cual fortaleza de placer frente al calor estival a pesar de disponer sólo de asientos en el exterior, donde vendían cucuruchos de helado cubiertos de chocolate, taquitos, helados calientes de dulce de azúcar y Coca-colas muy frías. Dominaban otras dos esquinas unas gasolineras de Texaco y Mobil enzarzadas hasta la muerte en una guerra de gasolina, lanzando precios más bajos y diversos regalos desde sus ventanas pintadas totalmente cubiertas de reclamos. En la cuarta esquina había una práctica tienda familiar para comprar desde el coche, e inmediatamente detrás se hallaba un puesto para montar en poney. Cualquiera que condujese arriba y abajo por Artesia Blvd. podría ver una casa aquí y allá e interminables prados de vacas. Sí se dirigía al sur por Artesia desde el Taste Freeze y tomaba la primera a la izquierda llegaría a un vecindario más viejo, pasando por la escuela de primaria de Luther Burbank, en la ciudad de Artesia. Dairy Valley rodeaba a Artesia como una herradura de caballo, siendo Artesia el eje de una rueda rural que comprendía los barrios, la vieja librería, la iglesia católica de Nuestra Señora de Fátima, la escuela de primaria y el Instituto Faye Ross. Por su parte, Dairy Valley estaba compuesto de granja tras granja tras granja.

Bueno, hasta 1968, o sea, el año que Dairy Valley empezó su repentina transformación en Cerritos, California, cuna de uno de los primeros centros comerciales cubiertos del país y del primer ayuntamiento que funcionaba con energía solar. Mi familia se mudó a una de las primeras subdividisiones construidas sobre un prado de vacas. El día que se erigió una vistosa señal de madera indicando la entrada a Cerritos, mi padre y yo estábamos allí, junto a otras familias, plantando árboles alrededor de la señal. Nuestra casa daba a las vías del tren que de manera inoportuna pasaban a través de nuestra ciudad, vías que irónicamente cruzaban la que sería la última granja de la zona. Con el tiempo, una de las dos gasolineras cerró sus puertas y la otra fue renovada, la tienda fue derruida para hacerle sitio para el seven eleven, el solar vacío contiguo se convirtió en un balneario Bally Health, y la atracción de ponies cerró para hacer lugar para un pequeño enclave de duplexes apiñados. Tanto Gridley como Artesia se expandieron hasta tener cuatro carriles, y, a la larga, las subdivisiones dominaron toda la manzana, con sus paredes de mampostería amarilla desfilando por la calle como un ejército inatacable.

Tenía cuatro años en 1968 y era inconsciente de la maravilla que se desplegaba ante mis ojos. Era testigo del nacimiento de Utopía. Carolina del Sur, por naturaleza, pare sueños utópicos. Incluso durante mi última visita, a mitad de los 80, un viaje desde San Luis Obispo a San Diego por la autopista de Pacific Coast podía ser fuente de inspiración y de molestia; vastas extensiones de verdes colinas onduladas, la vista de las montañas y del océano y de sus puntos de encuentro, los acantilados de San Clemente, el tráfico demente en los pueblos costeros, el atractivo de las zonas agrícolas con sus arboledas de naranjos y sus puestos de frutas irresistibles. Mi padre incluso había plantado arboles frutales en su patio, teníamos naranjas, tomates increíblemente grandes, de mayor tamaño que mis manos hoy, albaricoques, nectarinas, ciruelas, manzanas y limones. Crecían rosales en el patio delantero a cada lado de la amplia escalera de ladrillo rojo que conducía a nuestra puerta principal. Todo crecía y prosperaba allí, todo y cualquier cosa que pudieras plantar. Incluso la gente. Mi barrio medró con familias jóvenes y sus hijos pequeños, y como la utopía de Star Trek que veíamos en televisión, nuestro barrio era un modelo de diversidad racial. Familias mejicanas, vietnamitas, escocesas, irlandesas, chinas, puertorriqueñas, afro-americanas, filipinas y coreanas vivían en la misma manzana, compraban en la misma tienda de comestibles, se reunían en las mismas reuniones de la Asociación de Padres de Alumnos y del club de scouts y llevaban a sus hijos a las mismas escuelas de primaria y de enseñanza media e instituto. Nos metíamos en peleas, jugábamos en los mismos equipos de la liguilla, y gran parte de nosotros íbamos a la misma iglesia católica. Tuvimos que acostumbrarnos a los acentos de los padres de nuestros amigos y conocer la comida de cada uno cuando nos quedábamos para cenar. Nuestras puertas principales eran los umbrales entre el mundo exterior de los suburbios de California del Sur y el mundo más intimista de nuestras vidas familiares, un mundo dominado por los muebles, las comidas y los olores extranjeros.

Todos mis conocidos vivían bien, y la mayoría de la gente que conocí en el barrio vivió allí durante años. Crecimos juntos. Dado que desde niño fui expuesto a este tipo de diversidad, supuse que lo mismo ocurría por doquier. Las diferencias sociales y culturales eran fuentes de misterio y placer para mí, diferencias que cada familia mantuvo sin presunción alguna.

Mis padres recibían gente en casa a menudo, principalmente hispanos. A mi madre y a mi abuela les animaba conocer gente de habla hispana, era una forma de convertir a los suburbios en un lugar más hogareño y menos extranjero. Recuerdo que una vez uno de mis tíos que vino a vernos me preguntó si estaba orgulloso de ser puertorriqueño y yo le dije; "No". "¿Cómo? ¿Te avergüenza entonces?". "No, simplemente, no estoy orgulloso. No tuve nada que ver con ello. No me hice puertorriqueño, nací así. No hay razón alguna para enorgullecerse". Cuando alcancé la pubertad, di por sentado la raza y la cultura. Únicamente aquellos que carecían de otras cualidades recurrirían a sus antepasados como fuente de mérito propio.

Llegué a un punto donde me definía a partir de mi lectura y nunca aprendí a hablar castellano.

Pasaba largos ratos mirando por mi ventana hacia aquél último pasto de vacas. Cuando el aburrimiento se imponía me dedicaba a estudiar las vacas, preguntándome sobre la gente que vivía en la casa al otro lado de las vías. Eran unos extraños para mí, pero no Tom Quan, mi mejor amigo calle abajo. Las vacas eran un estudio sobre el tedio. Se sentaban o estaban de pie, comían y defecaban, nutriendo a la hierba que las alimentaba a su vez en un ciclo interminable, acercándose raramente a los límites de su mundo. Diría uno que no le encontraban sentido, siendo felices siempre que la hierba fuera verde y las dejasen tranquilas. Vivían para producir leche y para después ser sacrificadas por su carne. Los rancheros construyeron en medio del pasto una estructura para proteger el heno de la lluvia. Debía tener tres pisos de altura, sin paredes, sólo un marco que sustentaba el tejado hasta donde alcanzaba el heno. Poco después de que desaparecieran las vacas, vi como se quemaba. Alguien le había pegado fuego. La casa permaneció deshabitada durante un cierto tiempo y nos gustaba pasar por la piscina vacía con nuestros monopatines y bicis de motocross. A principios de los años 80, una zona comercial con varios restaurantes de lujo conquistó la última granja lechera que quedaba en Cerritos. Dairy Valley desapareció para siempre, siendo Black Angus su último vestigio donde a veces llevaba a mis citas si me gustaban lo bastante.

A mi amigo irlandés lo expulsaron de escuela católica tras escuela católica y todos nos divertíamos con sus historias. Una vez le quitó con el pie la silla donde estaba plantada una monja bajita mientras escribía en la parte superior de una pizarra, y otra puso una pastilla de jabón en el refrigerador de agua causando una diarrea a varios chicos. Envenenó a un chico con muérdago, y se peleó con cuatro más. Cuando alcanzó los 17 años su madre tiró la toalla y le envío a una escuela pública, donde nos metió a otro suyo amigo y a mí en una pelea con 12 mejicanos. Recibí seis puñaladas en la espalda con un destornillador Philips, luego cuatro de ellos me tiraron a tierra y me pegaron patadas en la cabeza y en las costillas hasta que ya no pude ver o sentir. Mi único consuelo fue pegarle una patada en los dientes a alquien que intentó coger mis botas, y darle un buen puñetazo a otro que pretendía clavar aquel destornillador en mi pecho.

La vieja California estaba tan segregada como el Nordeste, los mejicanos más pobres de nuestra zona vivían en un barrio, mientras los negros, cuyo equipo de fútbol siempre nos ganaba con diferencia, vivían en Compton. Nos paseábamos por Whittier Blvd. con miedo de los chicanos en sus coches ridículos, flirteando con las tías mestizas, con sus vaqueros de pana y camisetas blancas apretadas debajo de las camisas de flanela desabrochadas, sus melenas castañas y ojos oscuros maquillados, sus pronunciados acentos, aliento caliente y su dulce sabiduría. Uno de ellos, alguien que casi no podía hablar inglés, estaba enamorado de mí. Me percaté tres semanas después de haber dejado el estado.

Las malas partes de la ciudad se extendieron por California del Sur como un cáncer.

Nos colocábamos con nuestro profesor de psicología en los viajes de curso y nos reíamos de él cuando no podía encontrar el camino de vuelta al instituto. Las chicas que querían un aprobado fácil pasaban por su habitación durante la hora del almuerzo y alguien había escrito Chester the Molester en la parte de mi libro donde debía constar el nombre del profesor. Se lo enseñé y se rió. Mi profesor de álgebra era un monje budista y el director del instituto se retiró para regir una iglesia baptista, diciendo que era el sueño de su vida. Casi todos tomábamos drogas, comprábamos speed y ácido a uno de los consejeros del instituto y conseguíamos marijuana gratis de la planta de su hermano Sens en la casa de al lado. También era accesible obtener Quaaludes y champiñones alucinógenos, sólo que un poco más difícil. Teníamos lugares especiales donde íbamos a colocarnos, tranquilos reductos apartados en el interior de una zona arbolada, donde forzábamos el límite del conocimiento en búsqueda de la razón, conformándose al final con un consuelo temporal. También llevábamos allí a nuestras parejas porque el colocón extremo era echar un polvo, por regla general a costa de la dignidad de la chica.

Nuestra música era nuestra identidad, el único sacramento en nuestra religión de desesperación. Nos parecía que todos nuestros padres eran algún tipo de ingeniero, un abogado o un psiquiatra. Sustentamos al monstruo tecnológico en vías de expansión que es el sistema económico de finales del S. XX con nuestro poder adquisitivo, siendo alimentados a cambio por puestos de trabajo con altos sueldos en un ciclo sin final. Para ninguno de mis amigos valía la pena vivir. Nos estábamos matando poco a poco, enfadados por motivos que no entendíamos, esforzándonos para encontrar los límites de nuestro mundo desde zonas confortables bien definidas. Poseíamos todo lo que necesitábamos pero no queríamos realmente nada. La rutina era nuestra visión del futuro: nos veíamos algún día transformados en hámsters corriendo en una rueda de ejercicio, haciendo girar la máquina que nos daba de comer a diario, viviendo únicamente para comer, dormir y defecar. En medio de la utopía conocimos el vacío, dominamos la naturaleza pero nos apartamos de nosotros mismos.

Nuestra Utopía era el infierno. Gracias a Dios que utopía significa "ninguna parte".

Puede ponerse en contacto con Jim Rovira en AntiUtopia@aol.com