Hong Kong es mi sueño, ¡no el tuyo!

por

A.C. Koch

 

Junio 2000

  

Mina se había levantado temprano para preparar los fideos. Estaba de pie, junto a la pileta, mirando por la ventana un sector del callejón que bien podía ser de cualquier ciudad de China, a juzgar por los sonidos y olores que de allí provenían. Mina encendió un cigarrillo largo marrón que había tomado del bolsillo de la chaqueta de Tsui. Él dormía la borrachera en la otra habitación, y no habría olido el humo o despertado ni aunque en ese momento hubiese entrado el ejército chino por el callejón, aplastando con sus tanques a los vendedores callejeros y trepando por las escaleras de incendio para acribillar al gentío. Ella bien hubiese podido armar una fiesta para los soldados y bailar con ellos allí, en esa pequeña cocina, dejar que deslizaran las manos por todo su cuerpo, simulando alegrarse de que Hong Kong hubiese vuelto adonde pertenecía, y aun así Tsui seguiría durmiendo su borrachera, soñando con un club de jazz lleno de humo en Soho, soñando que tocaba una interminable improvisación de un tema de Coltrane. Tsui se despertaría y la encontraría muerta y violada, con la ciudad en ruinas, como en toda China. Y eso tal vez sería mejor, pensó Mina, que si él se despertara como siempre, siempre lo mismo, y entrara a la cocina arrastrando los pies para engullir ruidosamente sus fideos en la mesa mientras ella lavaba la cacerola. Mina sonrió. Hasta una fantasía horrorosa podía servirle como entretenimiento en una mañana gris. Porque cuando la fantasía termina, uno vuelve adonde comenzó, quizá un poco más perspicaz que antes. El problema es que lo mismo sucede cuando las fantasías son agradables: uno vuelve al mismo lugar donde empezó, pero quizás un poco más triste que antes. La cosa era imaginarse un lugar adonde a uno no le molestara regresar. Eso llevaba algo de trabajo.

Cuando los fideos estuvieron listos, Mina sirvió la mitad en su tazón y dejó el resto cocinándose. Agregó cebolla de verdeo picada y ajíes a sus fideos y se sentó a comer, apartando de la mesa partituras, cajas de CD y platos sucios. Acababa de comer el primer bocado cuando golpearon a la puerta. Permaneció sentada por un momento, tratando de reconocer la forma de tocar, y en silencio, para que la persona se fuera. Pero siguieron golpeando. ¿Sería el ejército chino, tal vez? Finalmente, se levantó a atender, aunque más no fuese para evitar que Tsui se despertara.

—Hay olor a desayuno —dijo Harry, apoyado en la pared junto a la escalera de hormigón.

Mina se apartó para dejarlo pasar, e hizo un gesto de hacer silencio, con el dedo en los labios.

—Está durmiendo.

—Bueno. Entonces me comeré su desayuno.

Harry era el baterista del grupo. Se había puesto ese nombre por Harry S. Truman, que había bombardeado a los japoneses y usaba los mismos anteojos redondos y pequeños que él, Harry el baterista. Eso era preferible, pensaba él, que ponerse el nombre Gandhi o John Lennon, los otros dos tipos famosos que usaban anteojos redondos.

Entraron a la cocina y Mina le sirvió el resto de los fideos, con cebollas y ajíes. Al servirle el plato, Mina sintió vergüenza de que los fideos estuviesen pasados, pero Harry comenzó a devorarlos sin parecer notarlo. Lo que a Mina le gustaba de él era que podía permanecer sentado en silencio indefinidamente. No necesitaba oírse. La gente como él permitía a Mina vagar con su mente sin tener que preocuparse de la expresión de su cara o de responder con sonrisas y gestos adecuados durante la conversación. Mientras ambos comían, sentados a la mesa, invadían el cuarto los sonidos de los vendedores del callejón, las bocinas de las bicicletas y los camiones recolectores de basura. Ni siquiera se miraban; sólo comían los fideos. Al manipular sus palillos, Mina observaba las vueltas que formaban los fideos, brillosos y encimados como serpientes, y se concentraba en el sonido que hacían, un sonido húmedo y lustroso que la retrotraía al pasado, tanto que se sentía como una niña. Mientras comía, Harry jugueteaba con los CD y leía lo que allí estaba impreso, salpicando las cajas con caldo. Le había quedado un poco de caldo en la barbilla; Mina sintió el impulso de limpiarla con el dedo e imaginó que acercaba su dedo a los labios de Harry para que él lo lamiera. Se sorprendió de sí misma. Una amplia sonrisa se le dibujó en el rostro, que Harry ignoró por completo. El caldo que tenía en el mentón actuaba como una lupa con un pequeño pelo de su barba, que era muy rala. Mina se tocó la mejilla e imaginó la sensación de esa barba en su piel. De pronto tuvo muchos deseos de fumar un cigarrillo.

—Harry, comes como un baterista. ¿Tienes un cigarrillo?

—¿Así que ahora fumas? —replicó él con una sonrisa, arqueando las cejas.

—Estoy trabajando mi voz.

Harry acercó sus manos al rostro de Mina por sobre la mesa para proteger la llama del encendedor, aunque no había corrientes de aire que pudiesen apagarla. Ella dio una pitada y echó una bocanada de humo.

—No le cuentes —dijo Mina, señalando con la cabeza el cuarto donde dormía Tsui, respirando por la boca.

Mina echó la ceniza en su plato vacío y pensó en guiñarle el ojo a Harry, pero él estaba encendiendo su cigarrillo. Justo aquí, en la mesa, pensó ella. Antes de que él se diera cuenta, acercaría su cara a la de él, arrojaría el cigarrillo y le lamería el caldo de la barbilla. Podría ponerle la lengua en la boca y animarlo en un instante. Se sentaría sobre él en la silla, y se quitarían sólo la ropa necesaria para hacerlo, lentamente, durante una hora. Luego proseguirían en el suelo, pero ya más rápido, ella abajo. Los fideos se les volcarían encima y se resbalarían y retorcerían entre sus cuerpos. Mina vería la pintura descascarada del cielo raso y las cucarachas que caminan por los tablones del suelo. La barba del mentón de él le rasparía la mejilla, dejándola por el resto del día como si estuviese sonrojada. Finalmente, ella cerraría los ojos con un último movimiento rítmico. Como único sonido, oiría el ruido de la respiración y de los fideos.

—¿Qué es esto?

Era Tsui, parado junto a la puerta de la cocina, con cara de dormido.

—No quise, pero ella insistió —repuso Harry.

Sonrojada, Mina apagó el cigarrillo en el plato y echó la última bocanada. Harry, sonriendo, levantó su tazón para beber todo el resto del caldo, mientras Tsui iba a ver si quedaban más fideos en la cacerola.

—Harry se comió tu desayuno y me hizo fumar sus cigarrillos —replicó Mina.

—Tiene razón —aseveró Harry—. Es mi culpa.

—Tengo hambre —fue todo lo que dijo Tsui, que dio media vuelta y volvió al otro cuarto.

—Deberías venir a desayunar más seguido —susurró Mina.

Harry, que aún leía las cajas de discos compactos, le dirigió la mirada.

—Por supuesto. Pero, sabes, los fideos estaban un poco pasados.

 

* * *

 

Mina había adoptado a la perfección la postura y la actitud de la novia sumisa: sentada en la silla, algo inclinada hacia delante, con su bolso sobre la falda, la vista en la mesa, asintiendo cada tanto a lo que Tsui decía. Él estaba reclinado hacia atrás, con las piernas cruzadas; fumaba con tranquilidad, arrojando la ceniza en el cenicero mojado; tomaba de vez en cuando un trago de cerveza directamente de la botella, y charlaba sin parar. Hablaba sobre su tío, que se rehusaba a vender su comercio de metalistería y quería seguir en Hong Kong después del traspaso, a pesar de que sin duda no podría competir con las nuevas fábricas chinas, y a pesar de que existía la posibilidad de que Tsui consiguiese los papeles para toda la familia. Mina asentía. Tsui sabía que ella no lo escuchaba, o bien que no le importaban los papeles. Para Tsui, Mina no tenía ambiciones; se encontraba muy satisfecha cantando suavemente sus canciones de jazz hasta que cayesen las banderas. ¿Y luego qué haría ella? ¿Acaso creía que a las autoridades chinas les serían de utilidad los grupos de jazz que tocaban música de Estados Unidos, con canciones de amor y romance? ¡Y en inglés!

De hecho, Mina no escuchaba ni una palabra. En realidad, sí le interesaban los papeles, aunque no porque pensara que podrían salvarle su carrera de jazz. Si había algo que a ella no le importaba un comino era el jazz, excepto como medio de obtener un poco de dinero para sus gastos y conseguir bebidas gratis. Mina bebió su jugo de damasco con la pajilla y volvió a dejar las manos sobre la falda.

Dentro del café, bastante vulgar y abarrotado de cosas, sonaba música de rock norteamericano a todo volumen, tan alto que hacía vibrar los parlantes. Pequeños reflectores alumbraban cada una de las mesas, y zumbantes letreros de neón con anuncios de cerveza atestaban las paredes. Por la ventana se veía la plaza, donde un hervidero de gente curioseaba mirando mantas con piedras preciosas bordadas a mano, montones de juguetes plásticos, anteojos de sol, gorras de béisbol, puestos de salchichas y de helados, y una camioneta con alfombras persas apiladas como tablones de madera. El dinero fluía de mano en mano por doquier y el movimiento de gente era continuo. Mina observaba todo ese panorama por sobre el hombro de Tsui; elegiría una persona de la multitud y la seguiría con la mirada sin perderla de vista por todo el mercado, esforzándose para no perder detalle.

Un joven blanco de cabello largo y con una enorme mochila caminaba lentamente entre la multitud, observando todo. Se detuvo por un momento a mirar a una anciana que sacaba de una cacerola humeante tazones llenos de larvas de gusano de seda hervidas. Mina esperaba que el joven las probara (¡son deliciosas!) pero él se alejó, sorprendido y tal vez con un poco de repugnancia. Ella imaginó que era su primer día en Hong Kong, y que se encontraba muy abrumado. Había llegado con la esperanza de encontrar mística y sabiduría antigua asiáticas y elegancia europea, pero en cambio había encontrado una ciudad de infinitas vueltas y recovecos, donde todo era bullicio y nada tenía sentido. Había llevado consigo su guitarra para tocar en las esquinas, donde supuso que atraería la atención de grupos de niños que cantarían y aplaudirían alegremente sus canciones pegadizas y conocidas. Hasta se había aprendido algunas melodías chinas tradicionales, aunque no las letras, pensando que agradarían mucho a los transeúntes. Pero justo en ese momento, mientras recorría las calles y perdía esperanzas de tocar allí su música, justo en ese momento el encargado del albergue juvenil donde se hospedaba, situado en la parte pobre del distrito de Kowloon, abriría la puerta de su cuarto con la llave maestra y entraría un grupo de sombríos hombrecillos, revolverían su equipaje y robarían su cámara fotográfica, sus borceguíes y su guitarra, que estaba debajo de la cama, dentro de su estuche, para luego llevar todo a un depósito en el sótano, donde más tarde iría la policía y se apropiaría del botín. Privado de su medio de vida, el hombre se iría de Hong Kong en ferry hacia Macau donde, para compensar, conocería a una hermosa muchacha portuguesa en un restaurante, y luego le haría el amor en un amplio cuarto de hotel con ventanales que dejaban entrar la brisa del Mar de China Meridional. Pero como él había sido imprudente, demasiado precipitado para aprovechar su buena suerte, descubriría luego que la mujer era una prostituta. Se armaría una discusión y aparecería el proxeneta de la mujer; nuestro desafortunado hombre terminaría muy malherido, tirado sobre la alfombra en un charco de sangre, casi al borde de la muerte. Sin embargo, se recuperaría y trabajaría durante un año y medio en una metalistería de Macau, pagaría su deuda con el hospital y el hotel, y terminaría por amar la ciudad, a pesar de ese mal episodio. Finalmente, para colmo de males, una vez saldada su deuda lo obligarían a marcharse, sin tener ningún lugar adónde ir. Alejamiento de cámara con la imagen del joven caminando lento por el aeropuerto, con su mochila a cuestas como única posesión, con el chirrido del motor de los aviones como estridente sonido de fondo.

Mina tuvo que toser para ocultar su sonrisa. Afuera, el joven de la mochila compraba una croqueta de maíz y pagaba con un puñado de cambio. Luego se alejó y desapareció en una esquina, donde lo esperaba su futuro, cualquiera que fuese.

 

* * *

 

¿Por qué Mina no fantasea con su propia vida? A veces, las cosas en las que no queremos pensar son las más interesantes. Tal vez ella cree que lo que sueña despierta es más interesante que lo que vive. Si tuviese que dirigir una película sobre su propia vida, en lugar de la de un desconocido, comenzaría con una mañana gris como ésa, en la ribera de un río que espera no volver a ver jamás. ¿Quién podría culparla?

 

Nadie sabe el nombre del pescador. Mina y otras tres muchachas le pagaron casi un año de salario; todo el dinero cabía en una lata de café, que él llevó a su choza mientras ellas esperaban afuera, en la lluvia. Por la ventana vieron que el pescador tomaba una taza de té, y que luego se ponía varios abrigos y un impermeable de goma. Al advertir que las jóvenes lo miraban por la ventana, el pescador, enojado, les hizo una seña para que bajaran al muelle. Las cuatro muchachas, ninguna de más de veinte años, se dirigieron por el embarrado terraplén hacia la única barca que había, amarrada a un pilote; subieron con dificultad y se acomodaron en los dos asientos enfrentados. Mina no conocía a las demás; ninguna dijo palabra. ¿Quién las esperaba en Hong Kong? ¿Se encontrarían con familiares, o sólo iban a buscar trabajo? Una de las muchachas llevaba tacos altos y una pollera larga; ¿esperaba acaso un crucero en el Star Ferry y una recepción de gala en el puerto?

Finalmente llegó el pescador y, de mal modo, les ordenó que se ocultaran de la vista. Las chicas se acostaron en el fondo de la barca, lleno de barro y agua, y luego las cubrió con una lona. Mina oyó que se encendía el motor fuera de borda, que expectoraba gases de escape con olor penetrante. Pronto estaban navegando en el agitado mar.

Mina alcanzó a divisar un pedacito de cielo a través de un pliegue de la lona, pero sólo vio gris. Tenía entumecidos los dedos de los pies y las manos, y se sentía mareada por el movimiento constante de las olas. Oyó que el pescador operaba su equipo: estaba pescando.

El motor se silenció y permanecieron quietos en el agua durante un largo tiempo, según le pareció a Mina. Una de las muchachas se quejaba con voz muy baja. Los pescados les caían encima dando coletazos a medida que los pescaban. Mina intentó dormir, la única manera que conocía para escapar de cualquier cosa. Cuando volvió a espiar por el pliegue de la lona, se asombró de ver todo negro. El pescador no había encendido las potentes luces de pesca nocturna; se habían adentrado al mar en plena oscuridad. Luego comenzó a remar.

Mina experimentaba todo eso de la misma forma en que veía su trabajo en la fábrica de zapatos: como un tremendo aburrimiento que tarde o temprano acabaría. Si se concentraba, podría notar que todo casi había terminado. Sabría que estarían nuevamente en la costa, pero ya en un mundo distinto; se secaría, entraría en calor y ese paseo en bote sería una experiencia ya finalizada en su largo día. No tendría para mostrar como labor de la jornada una pila de zapatos de plástico con suela de goma, pero se encontraría en suelo inglés, China habría quedado atrás, y estaría esperándola su nueva familia.

Desde luego, el viaje en la barca finalizó, pero no había sido largo. Sí lo suficiente como para que Mina se quedara dormida y el pescador intentara despertarla repetidas veces, callando a gritos a cualquiera que se quejara. Una de las muchachas no podía guardar silencio; parecía estar muriendo. De manera abrupta, la barca tocó tierra. El pescador se metió en el agua para arrastrar la barca hacia la costa, e increpó a las muchachas para que salieran. Una vez que las cuatro llegaron a la playa, el pescador empujó la barca mar adentro, se subió de un salto y comenzó a remar sin mirar atrás. Mina le gritó, sin saber muy bien qué esperar de él. ¿Era mucho trabajo despedirse, al menos? Ni siquiera les dejó la lona para que se abrigaran. Observó al pescador alejarse remando en la noche y, cuando desapareció de su vista, oyó que el motor fuera de borda se encendía y lo llevaba lejos. Para ganarse ese breve paseo, Mina se había acostado varias veces con el supervisor de su fábrica, había hecho dedo cuarenta kilómetros por terrenos embarrados sin ningún equipaje y le había entregado todo cuanto había ganado durante un año a un malhumorado pescador. Y allí se encontraba, en la costa fangosa de una isla oscura, con tres desconocidas aterrorizadas, mientras comenzaba a amanecer.

 

En el mar, las luces de las barcas pesqueras y los cargueros se movían lentamente por el horizonte. Cuando aclaró, Mina vio las siluetas grises de decenas de embarcaciones que navegaban a lo largo del borde del mundo. Se sentó sobre una roca con el murmullo de las olas en la costa, esperando que una de esas siluetas se acercase a la isla.

Corte y montaje de cosas agradables, con un primer plano de tazas de té caliente; platos con sabrosos buñuelos; un cuerpo desnudo, tibio y próximo. Besos tiernos. Superposición del extenso mar gris, con las distantes montañas de China en el horizonte. Paneo de cuatro muchachas solas sentadas en la costa desnuda de la isla; la que usa tacos altos y pollera está tendida y exhausta, con sus ilusiones hechas pedazos.

Por la tarde, una pequeña lancha pasa por la costa, da una vuelta y permanece allí. Mina observa para ver si es la policía, pero nada parece indicarlo. La lancha se acerca a la costa; un hombre saluda. A lo lejos, se ve un carguero.

Corte y toma del interior del carguero. En una cocina mugrienta, las muchachas devoran galletas y beben agua, tiritando, cubiertas con frazadas. Los soldados les hablan en ruso. Más tarde, Mina se encuentra en la cubierta, contemplando el panorama de la ciudad a través de un laberinto de islas, con montañas cubiertas de neblina. Hong Kong parece estar hecha de vidrios de colores.

Cuando cae la noche, Mina y dos de las muchachas saltan a la lancha junto con un piloto. La muchacha de tacos y pollera se ha quedado en el carguero, nadie sabe por qué. La lancha las lleva ruidosamente por un espumoso mar, y Mina tiene la aterradora impresión de que regresan directo a China.

Pero llegan a la costa rocosa de un pueblo con luces encendidas en cada ventana. Sobre los edificios se alzan letreros luminosos, y los autos pasan veloces por la autopista cercana. Las muchachas bajan a la playa y la lancha se aleja. Mina se apoya en un árbol y se cubre los hombros con la frazada. Ha hecho un largo camino pero ya no puede moverse por sus propios medios. Las otras dos jóvenes caminan por la playa en dirección al pueblo.

Piensa en dormir un poco. Luego advierte que una figura camina por la playa, entre las rocas, con un cigarrillo en la mano. Mina sale de los árboles y lo saluda con el brazo en alto. El hombre se aproxima. Tiene un traje blanco, zapatos brillosos y el pelo peinado hacia atrás, como un actor de cine.

—¿Mina?

—Esto no es China —afirma ella.

—Gracias a Dios —replica él, riendo.

Mina toma el largo cigarrillo marrón de él y lo fuma hasta el filtro.

 

* * *

 

Tsui aún seguía hablando. Tomaba otra cerveza más, y fumaba otro cigarrillo. Hablaba sobre Thelonious Monk, de que nadie lo creía capaz de tocar cuando pisó por primera vez un escenario, de cuánta gente aún no lo entendía. Pero él sí. Tsui sí que lo entendía. Todo se basaba en los espacios que existen entre las notas. De eso se trataba Monk.  Tal como en Van Gogh todo radicaba en el espacio que existe entre el observador y el cuadro, no en lo que está dentro del marco. Para los occidentales era bastante difícil ver tales cosas Van Gogh murió en la miseria, y trastornado pero, ¿para los chinos? ¿Qué sucedería con los visionarios artísticos una vez que los chinos asumieran el mando? Tsui deslizó los dedos por la mesa como si tocase un riff imaginario, tal vez un acompañamiento estilo Monk para el tema de Bon Jovi que sonaba en los parlantes.

A su pesar, Mina había escuchado todo el monólogo de Tsui.  Ella se preguntó: ¿De qué se trata Tsui?  ¿Del espacio que hay entre nosotros, de esta seudo conversación? ¿O sólo de lo que está dentro de su propio marco? ¿Y qué tiene que ver él con los visionarios artísticos?

Mina no pudo evitar sonreír un poco, mientras revolvía tranquilamente su jugo de damasco con la pajita. Por suerte, Tsui no la miró. Él estaba distante como una estrella de cine, con su traje blanco y su cabello engominado hacia atrás, esperando que le tocara el turno de actuar. Se reclinó en su silla con los hombros hacia atrás, desenfadado; echaba bocanadas de humo y contemplaba el lugar. La mayor parte de la clientela era de origen chino, como Mina y Tsui, y muchos eran parejas, en diverso grado de compromiso. En casi todas, Mina veía la misma dinámica: la novia permanecía callada, pasiva, y el novio parloteaba. Por cierto, Tsui no era su novio; al menos, ella no lo consideraba así. Él era su primo segundo. El padre de Mina, al regresar a Guandong, había designado a Tsui como su guardián. Eso implicaba que Mina nunca salía de su casa sin que Tsui supiese adónde iba, y con quién. A veces era tan tirano e irracional como el padre de Mina, pero aun peor, porque era celoso. Tsui la quería como su prometida, y aunque ella sabía que su padre algún día aprobaría la relación, eso no sucedería mientras viviesen juntos como primos. Sólo sucedería si Mina no pudiera encontrar un marido más adecuado en Hong Kong. Sin embargo, Tsui trataba de que ella no tuviese oportunidad de escapar de él. Y así, Mina se empeñaba en manifestar un comportamiento impropio de una esposa: cocinaba en exceso los fideos, dormía hasta tarde, bebía tragos a escondidas entre sets, y nunca escuchaba lo que él decía. Tsui debía conocer a una joven más atractiva, en algún bar, y así se olvidaría de Mina por ser una causa perdida. Entonces, para un hombre de verdad, Mina tomaría clases de cocina.

¡Qué aburrida estaba Mina! Todos pensaban que ese lugar, el Bar Occidental, era romántico porque tenía mesas de billar, cervezas norteamericanas y pósters de películas de moda. Era el único sitio donde a Tsui le gustaba estar, porque deseaba  viajar a Occidente. ¿Y quién no? ¡Pero él no tenía ideas, sólo quería tocar en su banda de jazz, y qué terrible banda de jazz! ¿Acaso no sabía que la gente se burlaba de él? Pero Tsui no veía más allá de sí mismo. No podía ver a Mina, sentada junto a él. Eso la ponía contenta.

Sentada muy quietecita, sus ojos todo lo observaban. Una camarera del este de India limpiaba las mesas; a Mina le pareció muy bella. Era delgada, por lo que aparentaba ser alta, y usaba una pollera larga negra, que la hacía aún más alta. Llevaba su cabello negro recogido en un rodete flojo, y sus grandes ojos fulguraban en su rostro oscuro como una visión. La joven estaba muy concentrada limpiando todas las mesas vacías, llevando bandejas llenas de botellas y ceniceros de vuelta al mostrador. No charlaba con nadie, y caminaba rápido mirando el suelo. Ninguno de los hombres parecía reparar en ella, pero Mina vio que muchas de las mujeres la observaban con envidia. ¿Quién de ellas no moría por tener esos maravillosos ojos?

Mina pensó que la joven era completamente ajena a su propia belleza. Se llamaba Amrit, o algo así, e imaginó que en su ciudad natal, Bombay, estaba considerada como una de las mujeres más bellas de su edad. Pero como era de casta baja, su futuro era sombrío. Por eso le había parecido irresistible aquel marinero inglés de uniforme azul que le sonrió en el mercado junto al puerto. No pudo evitar reparar en él, tan pulcro y atractivo; ella, desde luego, tenía esos bellísimos ojos. Se vieron durante algunos días en citas cada vez más peligrosas, que culminaron con la proposición de él. Amrit se quedó atónita. El marinero le propuso matrimonio como si fuesen a despedirse, con las manos entrelazadas a través del alambrado que los separaba. El barco estaba por zarpar. Ella no pudo responderle. No dijo nada excepto por la épica que pronunciaron sus ojos.

Corte y toma de Amrit llegando al aeropuerto de Hong Kong (¿Cómo se las arregló para conseguir el dinero del pasaje? ¿Cómo hizo para dejar a su familia? Quizás sería mejor omitir esa parte). Amrit deambula por el aeropuerto vestida con su sari, y lleva un bolso abultado. ¿Irá a encontrarse con el marinero? ¿Sabe al menos que ella iba a llegar? Lo ignoramos. Pero Amrit irradia tristeza. Está desesperada.

Corte y toma de Amrit arrastrando su bolso por la sucia vereda de una callejuela con letreros de neón.  Se encuentra con otras personas de la India, pero no son amistosos con ella.  ¡Es Hong Kong!  ¿A quién le importan los demás?

Amrit come pollo frito en un iluminado comercio infernal de comidas rápidas, con la vista en la mesa.

Luego encuentra la base naval británica, se dirige al puesto de guardia y pide ver al marinero Fulano de tal.  El guardia averigua y le informa que ese marinero ya no se encuentra allí de servicio.  Lo han despedido. Pero ella vuelve una y otra vez, como si con rondar la entrada pudiese encontrar a su marinero.

Pero él se ha marchado. Sin embargo, el guardia no es ningún tonto, y la invita a tomar algo.  Advierte que ella está muy vulnerable, y al fin y al cabo, no es nadie.  La cámara porque sin duda todo esto es el rodaje de una película— hace un paneo vertiginoso por el paisaje urbano, con galaxias de ventanas, tránsito febril, zumbantes letreros de neón y calles brillosas, todo superpuesto en el gran océano de los ojos de Amrit...

Mina se obligó a detener sus pensamientos. Estaba poniéndose triste, casi a punto de llorar. La camarera limpiaba la mesa de al lado con tanto vigor que hacía chirriar el vaso con el trapo húmedo, y hasta podía verse en él como en un espejo. Tsui hacía ademanes para ilustrar algo que afirmaba en ese momento y Mina observaba el rastro que dejaba el humo del cigarrillo. Él se preguntaba cómo le pagaría a Fulano de tal, de la oficina de inmigración, si su tío se rehusaba a poner el efectivo. Sin dinero, ¿cómo obtendrían los papeles?  Mina asentía. Estaba muy interesada en los papeles, por cierto, pero no en marcharse a Londres con Tsui y la banda.  Ella tenía en mente otro lugar.  Las fotos enmarcadas y los posters de James Dean y Marilyn Monroe que atestaban las paredes prácticamente susurraban el nombre de la ciudad:  ¡Hollywood!

* * *

A. C. Koch ha vivido en el sur de Europa y el este de Asia; actualmente reside en el centro de México, en la altiplanicie desértica, subsistiendo como guitarrista de jazz en el grupo Clean & Sexy (www.cleanandsexy.com). Sus cuentos y diversos fragmentos de sus novelas han sido publicados en Thieves’ Press, Rocky Mountain Arsenal of the Arts, Nexus y River City. Puede ponerse en contacto con él mediante correo electrónico a akoch@campus.zac.itesm.mx.

 

(Traducido por Élida Smalietis)