Creí Ver Una Mano

por John Eidswick

Noviembre 2003

 

           Los blancos dedos se movieron sobre el papel, haciendo pequeños dobleces. Cuando Greeley terminó el avión, pasó su palma sobre su orilla superior como probando lo afilado de una navaja.  Lo tomó entre sus dedos pulgar e índice y lo balanceó en el aire.  Cerró un ojo y  puso su mejilla contra la cola.  Ésta se curvó ligeramente contra la presión de su cara.

Él lo dejó ir. El avión planeó suavemente. Se tomó un largo tiempo en moverse a través del cuarto. Con sus pequeños y meticulosos ángulos y su cuerpo limpio y blanco, no pertenecía a aquel sucio lugar. Era un espectro ingrávido caminando sonámbulo a través de un valle de tiras cómicas del Hombre Araña y sucios tenis. Pósteres de Farrah Fawcett Majors y KISS sonreían y sacaban sus lenguas desde una sucia pared anaranjada en la parte posterior. Pudo haber planeado por siempre pero chocó contra el lado de su bote de basura amarillo, hizo una pausa en medio del aire como un ángel sorprendido, y flotó hacia la alfombra.

Greeley voló entonces a través de la habitación, golpeando el bote de basura salvajemente con sus pies, abollándolo. Lo tomó en sus manos, lo arrojó hacia la pared. Sacó unas tijeras de debajo de su cama, cinceló un agujero en el lado plástico y usó sus dedos para hacerlo pedazos. Yo estaba sentado en una silla en las sombras observándolo. Teníamos doce años.

****

Cuando me llegó la llamada sobre Greeley, estaba en la residencia estudiantil, estudiando. Tenía tres exámenes de mitad de semestre al día siguiente. Aunque probablemente conseguiría A en ellos, quise pasar la tarde dando unos toques finales. Alguien tocó la puerta. Una voz llamó. “¿Doug? Tienes una llamada.”

Markus, del otro lado del vestíbulo, estaba ahí, agitándose. Apuntó al teléfono del vestíbulo. Tenía un nuevo corte de cabello, partido por un lado. Un par de lápices sobresalían del bolsillo de su camisa. “Un tipo llamando desde el Mantis.” Por la forma en que lo dijo me hizo saber ya de que se trataba. “Greeley otra vez.” Él movió su mano hacia el grupo de teléfonos cerca de los baños como si estuviera espantando una mosca.

Greeley ya había timado a varios estudiantes de la residencia, mayormente por dinero, a uno por una muchacha. Levanté el balanceante auricular de uno de los teléfonos. Un hombre murmuró que Greeley me pedía que fuera ahora. “Deberías venir pronto, jefe.” El hombre colgó antes de que pudiera preguntarle nada. 

            No maldije el nombre de Greeley hasta que me había puesto el cinturón detrás del volante de mi auto, puesto una cinta de Led Zeppelin y lo hube encendido. Mi papá me dio el Trans Am en mi cumpleaños por mis calificaciones. Greeley. ¿Por qué no lo rechazaba simplemente? El casi había dejado de asistir a clases. Estaba a punto de ser expulsado de la escuela. Cuando eso sucediera, ¿a dónde iría? Sus padres no le hablaban. A mí estaba cerca de no importarme más. Apreté el acelerador y subí el volumen de la música.

            En el velo de humo que componía el aire en el Green Mantis, Greeley estaba celebrando en una mesa en una esquina. Había botellas vacías de cerveza desparramadas frente a él. Estaba agitando las manos alrededor y cacareando. Inclinó su cabeza como si estuviera quedándose dormido, pero las manos seguían moviéndose. Las manos de Greeley tenían vida propia. Parecían aves que se habían vuelto locas, revoloteando sobre el despeinado cabello en su cabeza, bombardeando las botellas, danzando sobre la mesa.

Me forcé a no sonreír y me senté junto a él. Golpeé su brazo. “¿Qué onda Wings?” Así lo llamaba cuando éramos niños.

            No me miró, pero sus manos titubearon en sus vuelos. Hicieron una pausa y las puntas de sus dedos se alargaron hacia mí. Entonces hicieron un vuelo en picada hacia la mesa con un golpe sordo.

            Dejé salir una profunda respiración. “Así que, Greeley.” Miré mi reloj. “¿Qué está pasando?”

            Él murmuró algo, y entonces brincó de su asiento. El cabello de Greeley era castaño dorado. Algunos nudos estaban apareciendo en las puntas. Le llevó solo unos segundos moverse hacia la puerta. Antes de que pudiera ponerme de pie, la puerta de madera verde se cerró de golpe tras de él. Estaba a medio camino a través del cuarto cuando el cantinero me rezongó sobre la cuenta. La pagué, tirando billetes en el suelo en mi apuro de alcanzar a Greeley antes de que pudiera matarse ahí afuera.

Lo encontré en el estacionamiento. Estaba doblado, enseguida de un gran contenedor metálico blanco de basura. Detrás de él había un callejón con una pared a lo largo de él. Se elevaban casas en el otro lado. Ramas desnudas de mesquites sobresalían por arriba. Las luces del estacionamiento las cambiaban a huesudos dedos arañando el cielo. Aspiré profundo mientras me acercaba a él. “Hey Greeley.” El se acuclilló enseguida del contenedor de basura y trazó sus dedos en el asfalto en líneas largas, lentas. Me agaché hacia él.

Me golpeó. Cuando sus nudillos golpearon mi mandíbula, estaba invertido. Una invisible mano tomó el suelo y lo jaló como una alfombra. Mi cabeza sonó con estrépito en mi oído cuando golpeó el asfalto. Líquido caliente brotó de mi mejilla. A través de la oscuridad que me separaba del contenedor de basura volteado – o ¿estaba de lado? – una línea brillante se formó frente a mis ojos. Era como uno de esos patrones de luz distorsionada que permanecen en la retina después de que un flash se dispara, la cola de un cometa incandescente que partió a Greeley por la mitad. Él se derrumbó contra el contenedor, llorando. “Lo siento, lo siento.”

Se levantó de un salto. Sus dedos apretados en puños, atacó el contenedor con golpes que resonaban en el aire nocturno. Sus golpes eran tan furiosos que pensé que sus manos podrían de hecho atravesar el metal y volar por el otro lado. El gran contenedor rechinaba contra el asfalto. Cuando Greeley se derrumbó junto a mí, se había movido una pulgada. 

Cojeé a través del estacionamiento, frotando mi mejilla. Ya casi no había dolor ahora, ninguna sensación. Antes de abrir la pesada puerta del auto, no pude contenerme de echar una última mirada. Él estaba en la misma posición. Sus lágrimas llegaban en sollozos. El gruñía palabras que yo no podía entender. Su cara estaba dirigida hacia la Tierra. Sus manos estaban elevadas sobre su cabeza, sus dedos alargados hacia el cielo.

 ****

No había nada de tráfico en la calle un domingo en la mañana. Todas las casas, idénticas, con sobrias paredes verdes, tejas de cerámica rosa, los dos pisos divididos por un sencillo tablón de fina, liviana madera de cedro que a la distancia parecía como la cuchilla de una espada partiendo la casa limpiamente en dos, estaban silenciosas. Me encontraba de pie en el porche luego de recoger el periódico. El aire estaba tibio para ser enero. 

Algunos gorriones trinaban en el limonero en mi césped. Cuando Barbara y yo nos cambiamos a Simi Valley y compramos el lugar un año antes, a mí me gustó el árbol de limón más que ninguna otra cosa. Cada casa tenía  dos árboles de cítricos, acomodados en ordenados pares cerca de la calle. Un limonero y un naranjo. Los conté mientras miraba a lo largo de la calle. Un naranjo, un limonero, naranjo, limonero.

Un perro apareció. Era desgarbado, con pelaje amarillo claro y una lengua que colgaba estúpidamente. Había una mancha café cerca de la banqueta. El perro fue directamente a ella, la tomó en su hocico y empezó a trotar. Un gran estruendo brotó del naranjo. Las aves parecieron explotar de él y formaron una nube loca, furiosa sobre la cabeza del perro. El perro miró hacia arriba con grandes ojos, la boca aún cerrada alrededor de su presa. Unas pocas de aves se lanzaron hacia abajo a picotearlo. El perro huyó, llevándose la parvada con él. La pelea se desvaneció entre dos casas.

Cuando miré de nuevo hacia mi patio, Greeley estaba ahí. Usaba un corte de pelo al rape y camiseta desmangada con una representación artística de playa de un llameante atardecer. Él sonrió.  “Hey, Mutt.”

No lo había visto ni cruzado palabra con él desde aquella noche en el estacionamiento. Mucho después de que se desvaneció del campus, un pajarito me dijo que se había alistado en la Fuerza Aérea.

            El que me llamara por ese viejo sobrenombre, henchido con bíceps de superman y una sonrisa, su cabeza rapada casi calva, fue la cosa más rara que había visto en años. Para cuando mi esposa vino a la puerta a ver que estaba mal, yo estaba doblado de risa, con mi mano asiendo el buzón para sostenerme. Me así tan fuerte del buzón que lo dejé abollado.

Barbara le trajo café y pan tostado. Nos sentamos alrededor de la mesa de la cocina, como una pequeña familia. Greeley nos dio la noticia. “Voy a casarme.” 

Barbara y yo gritamos felizmente. “¡Felicidades!” Lo dijimos al unísono. Así éramos entonces, una feliz pareja de comedia de televisión.

“Platícanos acerca de ella.” Mi esposa se inclinó hacia adelante en su silla, su cara ansiosa, conteniendo sus manos manteniéndolas entrelazadas. Me hizo pensar en un miembro de un grupo religioso disparatado que había visto una vez en una revista, sus manos como dos alas blancas temblorosas, su rostro en medio de una oración extática.

Había conocido a su prometida antes de alistarse. Ella era bonita, delgada y rubia, nos dijo, “como una gatita.” No tenía ninguna foto.

Se escribían diariamente. Ahora que habían pasado un año separados mientras él estaba en el servicio, no podían soportarlo más. “Tan pronto como me establezca, voy a encontrarme con ella en Nebraska.” Se reclinó en su silla y cruzó sus brazos frente a él. 

“Todavía te queda un tiempo de servicio, ¿no?” Cuando Barbara hizo la pregunta, estaba aún rodeada por esa luz de entusiasmo. 

            Una nube cubrió el rostro de Greeley. Contempló la superficie de madera de la mesa. “Doug. Tengo que decirte algo,” dijo cuando levantó la cara. Extendió sus dedos y asió su taza de café. “He desertado.”

           “¿Desertado?” Me sobresalté en mi asiento y miré por la ventana. Pensé que vería patrullas derrapando frente a mi porche delantero. Miré a mi esposa. Ella miraba boquiabierta a mi más viejo amigo con la boca abierta tan grande que podía ver su lengua.

 ****

En la cama, peleamos con las luces apagadas. Greeley dormía en el sillón de abajo. Sus ronquidos se escuchaban a través de la puerta. Yo susurré, “él solo necesita un lugar donde quedarse por un tiempo. Todos necesitamos ayuda como esa alguna vez.”

Fue mas difícil para Barbara susurrar. “Yo nunca la necesité.” Sus manos se crispaban bajo las sábanas.

Me di la vuelta. La luna movía dedos de una fría luz anaranjada a través de las persianas de la ventana. Estaba aún un poco borracho. Entre más observaba, más brillante se volvía el anaranjado. Las tablillas se volvieron barras, blanco puro, que nos protegían de un furioso fuego afuera. Parpadeé. “¿Por que le permites que siga regresando Doug?” Barbara sonaba casi tierna.

Suspiré. “Él salvo mi vida una vez, sabes.” Mi esposa se recargó sobre su codo. “¿De veras?”

“Si. Algo así. Cuando éramos niños. Yo caí en una acequia durante esta gran tormenta y casi me ahogo, pero Greeley corrió y solo se extendió hacia el agua y me sacó. Yo tenía tanto miedo, estaba viendo hacia arriba, y de repente ahí estaba esta gran mano para salvarme.”

Guau.” Barbara se inclinó más cerca de mí. “¿Que edad tenían?”

“Como cinco.”

“¿Te sacó de una acequia? ¿Cuándo solo tenía cinco años?”

“Él era un niño grande. Siempre ha sido más grande que yo.”

Ella se acostó de nuevo. Se sentó de nuevo y susurró, “aún así Doug, sólo te está usando.” Presionó sus labios junto a mi oído y siseó. “Y la policía lo está buscando. Lo quiero fuera.”

 ****

¿Por qué le dije esas cosas? Greeley nunca había salvado mi vida. Él salvó a mi perro una vez de una acequia de drenaje inundada, sin embargo, pero eso no era tan importante. Yo tenía un recobrador dorado entonces que se llamaba Max. Un gran monzón de agosto cayó sobre Phoenix. La acequia junto a mi casa corría con furia. A Max le gustaba correr por ella. Creo que estaba tan acostumbrado a que estuviera seca que ni siquiera notó el agua y quedó atrapado. Él chapoteó con fuerza, su nariz justo sobre el agua, sus ojos grandes y determinados. Yo solo permanecí junto a la orilla de la acequia, asustado a muerte de mirar en ella, temblando y abrazándome a mí mismo en la fría lluvia con las explosiones de truenos estremeciéndolo todo. Greeley me vio y corrió desde su casa a través de la calle. Se arrodilló y trató de alcanzar a mi perro, pero su brazo no era lo suficientemente largo. Brincó sobre el lado de un árbol en la ribera, trepó por una rama que quedaba por encima, alargó su mano hacia abajo a la superficie del agua y asió a mi perro por el collar. Levantó a Maxie en el aire y me lo aventó.

            Después de la cena, Greeley y yo habíamos salido. En el Green Arrow, la cabeza de Greeley se inclinó sobre la superficie café del bar. En el gran espejo frente a nosotros, su rostro se veía terriblemente viejo. Había pasado por tantas cosas. La manera en que lo trataban, los brutales hombres aprendiendo a matar todos los días en sus interminables marchas, las botas resonando. Fue estúpido de su parte alistarse. Él no era tan grande. Le patearon el trasero algunas veces.

Ahora, el sólo quería empezar de nuevo. Sus ojos se pusieron brillantes, y su cabeza se levantó. Me habló a través del espejo, sonriendo por su sueño. Presionó sus manos juntas. Su novia y él vivirían tranquilamente en Omaha. Querían comprar una tienda de mascotas de un amigo ahí. Necesitaba dinero.   

Decidí darle un gran préstamo. No le dije a Barbara. En aquel cuarto empapado con álgida luz anaranjada y estriado con sombras, nos criticamos mutuamente en susurros. Como con todos nuestros pleitos, no hubo ganador. Escuché como las respiraciones de Barbara por fin se profundizaban. Podría sacar dinero de mi cuenta personal mañana. Ella no revisaba mis estados frecuentemente. Si reducía el déficit gradualmente con pequeños gastos ficticios, nunca tendría que decirle. Por fin me quedé dormido al sonido de sus ronquidos.

Al día siguiente, mientras se preparaba para partir, cuando Barbara estaba en el cuarto contiguo, Greeley me agradeció el préstamo. Me prometió que me llamaría la siguiente semana para invitarme a su boda.

No volví a hablar con él por más de diez años.

 ****

Mi esposa presentó los papeles de divorcio en el onceavo cumpleaños de nuestra hija. Ya no la conocía. Había compartido las más profundas intimidades y procreado una niña con esta mujer. En la corte de divorcios, fue como ser atacado en un callejón por una extraña.   

Barbara and Fawn se cambiaron a una nueva casa en Santa Barbara, que estaba lo suficientemente lejos para ambos. Lo que una vez había sido una gran casa para tres era ahora una gigantesca casa para uno. El segundo y primer piso estaban conectados en el centro, así que el arqueado techo se cernía, como una boca abierta, sobre la sala dos pisos sobre mi cabeza. Desde el largo sofá blanco, podía mirar hacia arriba en un vasto espacio, rodeado por pasamanos con barras de madera. Grandes ventanas rectangulares llenaban la caverna con un brillo luminoso durante el día.  Cuando miraba hacia arriba el tiempo suficiente, me sentía mareado. Pensaba que la estructura completa podría caérseme encima.

Desarrollé en mi soledad el hábito de fijar la mirada en el espejo antes de irme a trabajar. Una rueda de calvicie estaba ensanchándose en mi cuero cabelludo como el ojo guiñador de la muerte. Me movía mecánicamente a través de mis deberes laborales. Nunca fui más productivo. Logré el record de ventas del mes. Mi gerente lo anunció a todos durante una junta de empleados, y todos aplaudieron. Conseguí un aumento. Cada noche después del trabajo, me iba directo a mi hogar a una casa vacía.

Llegó una carta. El nombre en el remitente era “Dr. Win y Mary Greeley.” El padre y la madre de Greeley.  

Por una escritura florida que me figuro era de la Sra. Greeley, me enteré que Greeley era religioso, “locamente” religioso, fue como ella lo describió. “Tenemos roto el corazón”, me dijo la escritura. Greeley se había unido a un grupo llamado los Guardianes del Camino Blanco. Yo no estaba sorprendido. Pensé contestar la carta, la puse sobre la mesa, y la olvidé.

Una tarde, bebiendo mi tercera cerveza, vi las noticias de la televisión. Un hombre, creyendo que era un superhéroe, y usando unas alas que él mismo había construido, saltó de un edificio en el centro de la ciudad. Su cuerpo no aparecía.

Sonó el teléfono. Contestó la máquina. Después del tono, una voz jadeó, “¿Doug? Soy Win Greeley, el padre de Adam. Oye, tu” y levanté el auricular.

Durante nuestra conversación, el Sr. Greeley tuvo necesidad de detenerse mucho para respirar.

Estaba más triste que ninguna otra persona que haya conocido. Cuando éramos niños, la gente hablaba mucho acerca del reporte del jefe del Departamento de Salud de E.U. sobre el tabaco. El Sr. Greeley, un amigable medico cuyos pacientes incluían a muchas de las familias de nuestro barrio, también era un fumador de dos paquetes diarios. Su respuesta al reporte gubernamental fue enunciada en una voz calmada con autoridad. “Ahora dicen que fumar mata.” Había tomado una fumada de un Pall Mall, exhalado y continuado. Los lados de sus dedos estaban amarillentos. “Hace unos años, la gente decía que las moras azules causaban cáncer. Casi todos se creyeron esa también.”

“Sabes que estoy muriendo.” El Sr. Greeley tosió horriblemente y  escupió. Sus pulmones rasposos en mi oído. “Es mi muchacho, y no me dirige la palabra. No vendrá a mí.” Lo arremetió otro ataque.  Cuando volvió, habló tan bajo que apenas podía oírle. “Por favor,” susurró, “ayúdame a encontrar a mi muchacho.”

Pasó un largo tiempo antes de que pudiera decir algo. “Sr. Greeley, no creo poder hacer nada. Realmente lo siento, pero no he hablado con su hijo en años. Yo no sé que” y su esposa estaba en el teléfono llorando. “Douglas, ¿te acuerdas de mí?” Soy la madre de Adam, ¿te acuerdas? Solías venir a mi casa a comer galletas.” La desesperación y la edad le habían roto la voz, pero aún pude reconocerla. Despegué mi mano del auricular y lo pasé a mi otro oído. “Tu tenías un pequeño perro, solías traerlo a casa y yo le daba bocadillos.” El Sr. Greeley tosió al fondo. “¿Me recuerdas?”

Le dije a los padres de Greeley que trataría de ayudar. Después de colgar, rompí el teléfono.

Encontrar a Greeley solo tomó unos cuantos movimientos suaves de mis dedos sobre el teclado. El sitio de red para los Guardianes de la Luz Blanca estaba atascado con largos textos. En la pantalla de entrada, contra un apacible fondo naranja, una mano benévola se extendía hacia una estrella excéntrica. Las palabras anunciaban, en un lenguaje pesado con oscura terminología religiosa, los gloriosos prospectos del lector de adquirir inmortalidad practicando ciertos tipos de meditación y oración. Los específicos de la práctica estaban disponibles ordenando literatura del grupo. Escribí una carta a la dirección de correo electrónico que yo pensé no podría traer una respuesta:

 

Wings,

            Tus padres están preocupados por ti. Yo no. Tratar de hacerte entender en el pasado fue como golpear mi cabeza contra una pared de ladrillos, esperando pasar al otro lado. Dudo que éste intento más reciente consiga otra cosa que no sea una lesión en la cabeza.

            Doug

 

La respuesta llegó no obstante, al día siguiente:

Doug, estás preocupado y asustado. Esto es comprensible, porque siempre has amado la vida del modo que un perro ama su collar. 

Te has sostenido en tus pequeños pies y recogido astillas de inmortalidad como una repisa recoge polvo. Así es como la gente lo hace en América.  

Para mí, que he dejado caer el yugo que veneras años atrás, dichas consideraciones no tienen sentido. También dejé caer otro collar, aquel de las criaturas que fueron accidentalmente mis padres.         

¿Sabes lo que los yugos terrenos hacen Doug? Hacen imposible el volar. Hay una galaxia escondida detrás de cada guiño, de cada apretón de manos, de cada roca y flor, detrás de la pesada respiración de la vida y los blancos huesos de la muerte. La mayoría de la gente estos días está cegada a esta galaxia. Otra cosa que los collares le hacen a la gente: le sacan los ojos de sus cabezas 

Quieres tu dinero. A la luz del hecho de que fuimos amigos hace tanto tiempo, te propongo que nos encontremos por un corto tiempo. Iré a tu ciudad mañana. En el centro, enfrente del Edificio American, hay una arboleda de olivos. No tienen hojas en esta época del año. Encuéntrame bajo esos árboles mañana a mediodía, domingo, el día que Dios duerme.

Junta Tus Manos y Reza,

Tu más viejo amigo,

Adam

 

Mi estómago estaba alterado. Dos horas después de leer la nota, aún no podía dejar de pensar en ella. Era como si cada palabra no significara lo que decía actualmente, sino que fuera una máscara escondiendo algún significado más profundo. Después de leerla muchas veces más, sin embargo, no pude encontrar ningún mensaje oculto en el escrito, a menos que fuera uno que proclamara que Greeley estaba loco. 

A las dos en punto, me puse mi bata. Abrí mi correo electrónico e imprimí la carta de Greeley. La leí y releí. A las cuatro, gemí, lancé la carta al suelo, pasé sobre ella y regresé a la cama.

Rayos limpios y rectos de luz amarilla se disparaban a través de las persianas y convertían mi habitación en una celda de color limón.

El reloj sobre la cafetera marcaba las 10:00. Me senté en la mesa de la cocina. Froté mi frente. Mis dedos estaban congelados. Miré una vez mas la carta de Greeley. Mi lápiz permanecía sobre ella, en la misma posición donde lo había lanzado diez minutos antes, partiéndolo por la mitad. ¿Debería ir? Un hombre en saco y corbata, con tieso cabello pelirrojo partido por un lado, hablaba desde la televisión.  Un hombre de incipiente calvicie se agitaba a su lado. Alrededor de su cuello había una grueso y blanco collarín. El hombre pelirrojo sonreía. “¿Ha sido lesionado en un accidente?”

            El pasto enfrente del edificio American estaba café, con protuberancias de un débil verde, como la superficie de una pared deteriorada que está siendo invadida por líquenes. Nuevas líneas de pasto se deslizaban fuera de la tierra en ramilletes titubeantes.

            La gente se apresuraba a mi alrededor. Miles de zapatos castañeaban tontamente sobre el pavimento. Busqué cuidadosamente a Greeley. ¿Cómo se vería? ¿Estaría calvo, como yo? En mi imaginación, Greeley era un inmaculado hombre montaña en un drama de televisión, con perfecta salud, su mente torcida por una religión lunática de regreso en el Edén. Busqué en la muchedumbre alguien con una barba, pelo largo, y una sonrisa que trascendía todas las preocupaciones mundanas.

            Mi reloj marcaba las 12:00. La muchedumbre continuaba entrando y saliendo de sí misma. Un millar de rostros se evitaban unos a otros. Entonces unos pocos aminoraron la velocidad, volteando hacia arriba. Una mujer con pulcro cabello castaño y un traje de oficina verde se detuvo, su barbilla alzada y sus ojos muy abiertos. Jaló a un pequeño niño junto a ella. El niño señaló hacia arriba y gritó. Gritos, luego alaridos, y yo seguí sus miradas hacia arriba, donde la cara plateada y lisa del Edificio Americano dividía al cielo azul por la mitad. Un alto rechinido motorizado cayó suavemente hacia abajo.   

            El avión golpeó el edificio en ángulo y atravesó al otro lado en un cegador dedo de llamas. La banqueta se sacudió, como una alfombra jalada desde abajo. Me caíUna sombra se movió a través de la tierra.

Quizá fue porque estaba al revés, o quizá me confundí cuando mi cabeza crujió contra el asfalto, pero cuando miré en la retumbante boca de rocas pulverizadas que caían hacia mí, creí ver una mano.

 

John Eidswick puede ser contactado en fuji3@mb1.kisweb.ne.jp

Traducido por Teresita García Ruy Sánchez.
Perito Traductor. México tgrs@prodigy.net.mx