La mujer alemana y el carpintero

 

por Gaither Stewart

 

Noviembre de 2001

 

 

(Traducción: Mercedes Camps Herrero)

 

 Mientras caminábamos de nuevo por la estrecha calle empedrada hacia la casa de la mujer alemana para su almuerzo anual de otoño, Sandra comentó sin miramiento que el dilema personal de nuestra anfitriona y vieja amiga, Gudrun Schmidt von Feldenstein, era que, en el fondo, se trataba de una mujer nordeuropea intentando ser latina.

 —Eso, y su problema con el peso —dije yo. A pesar que durante los años transcurridos desde que la conocí yo nunca había ocultado mi antipatía hacia Gudrun, por respeto a la tradición había consentido en mantener la especial relación con esta mujer con quien, en realidad, teníamos poco en común.

 —¡Sólo eres un antifeminista! —Aunque en general mi mujer, Sandra, compartía mi opinión cuando yo dejaba caer mis comentarios sarcásticos habitualmente defendía a Gudrun.

 —¡Pero si la antifeminista es Gudrun!

 —Por favor, trata de comportarte durante el almuerzo. Ya sabes que eres tú quien le cae bien... no yo.

 Conocimos a Gudrun Schmidt von Feldenstein en Italia hace años y fue ella quien nos persuadió a venir a San Miguel de Allende antes que a cualquier otro lugar en Méjico. Ahora se sentía obligada a invitarnos a comer cada otoño tras su llegada de Europa, y de nuevo, antes de marcharse en primavera.

 Mujer muy rica tras varios matrimonios con hombres acaudalados, Gudrun, como muchos extranjeros que llegaron a este popular centro de veraneo en la sierra, había comprado, reformado, decorado y amueblado una casa que parecía engañosamente amplia en el distrito colonial del barrio histórico. Las casa eran en realidad su hobby, también en Europa, donde poseía casas en Lago Como, Provenza, Cortina d’Ampezzo y la isla de Mallorca. Acostumbraba a pasar medio año en Europa, dividiendo su tiempo entre sus casas de acuerdo con su humor o circunstancias.

 Bien que Gudrun había pasado los inviernos en Méjico durante cinco años seguía siendo un misterio para la colonia de extranjeros y casi nadie la conocía. Ni los tenderos ni los criados mejicanos podían recordar su nombre correcto y a menudo se referían a ella como “la mujer alemana”.

 —Bueno, ya estamos aquí de nuevo —dijo Sandra, llamando al timbre de la puerta del jardín—. Otro otoño, otro almuerzo. No me hace ninguna ilusión.

 —No te preocupes —dije yo—. Miss Europa nunca nos retiene mucho tiempo.

 Por alguna razón, tal vez se tratase de su riqueza, sus casas, sus idiomas - todos con un marcado acento alemán - y su conservadurismo cultural, había empezado a llamarla “Europa[i]” años atrás.

 

2.

 Estos almuerzos rituales, reuniones siempre tensas y artificiales, decían mucho sobre Gudrun y nuestra relación. Normalmente se desarrollaban de un modo establecido y rápido: de los aperitivos en el salón estrecho se pasaba al almuerzo, servido en el patio junto a una fuente gorgoteante por una camarera mejicana entrada en años y, después, de vuelta al oscuro salón para tomar rápidamente café y licor. Siempre sólo nosotros tres. Dos horas de conversación forzada teñida por silencios incómodos. Dos horas de aburrimiento, cierta desconfianza y resentimiento mutuo inexplicables.

 La estrecha puerta se abrió y Sandra y yo miramos boquiabiertos a una Gudrun gigantesca. Llevaba un vestido largo con flores y parecía tan ancha como un tanque “panzer”. Perdido en sus brazos regordetes, su viejo terrier europeo, no menos obeso que ella, nos miraba celosamente. Era verdad, ambos estaban más gruesos cada año.

 —Estoy tan contenta que pudieseis venir hoy —dijo ella por fin, antes de girar cómicamente su cabeza, primero hacia la izquierda y luego hacia la derecha para ofrecernos su mejilla a cada uno sobre el rechoncho cuerpo del perro. Entonces, mientras seguíamos su fila de a uno en dirección al jardín trasero, se paró y dejó con cuidado en el suelo al terrier tembloroso y, como era su costumbre, balbuceó sobre sí misma, casi para ella sola, al tiempo que miraba al frente de manera que sólo pudimos oír pedazos de su monólogo.

 —Ya sabéis qué frenético es mi programa tras mi regreso... invitaciones de amigos... fiestas... la casa que ordenar... y éste año otro viaje a Guatemala... no sé cómo...

 Sandra se giró y me lanzó un guiño malicioso como si dijese “conozco el percal”. Asentí felizmente sabiendo que tenía razón al detestar estas reuniones y me prometí no volver nunca.

 En realidad, durante nuestros años en San Miguel habíamos conocido sólo a dos personas que conociesen su nombre: una, la mundana propietaria de un hotel elegante en la colina del Chorro con la cual Gudrun había realizado un viaje organizado a China, y la otra, un artista local, al cual ella había comprado el misterioso cuadro que estaba colgado sobre su chimenea y representaba a una bella princesa oriental montando un toro blanco mitológico a través de oscuros mares.

 Otra gente, si le preguntases sobre ella, podría adoptar un aire distraído y decir: “Oh sí, creo que sé de quien hablas”.

  

3.

 — Bueno, Gudrun, cualquier cosa para ser atento —dijo Sandra—. A nosotros también nos venía bien hoy —ella se giró y me dio un ligero codazo, las dos mujeres nunca se pondrían de acuerdo en nada.

 Aún concentrada en sí misma, Gudrun no mostró reacción alguna a la ironía. Creo que ni la entendió. Tenía la cabeza en el almuerzo. No iba a ser desviada de sus propios planes bien diseñados. Además, a ella nunca le interesaban las palabras de otros, en particular de otras mujeres.

 Entonces Gudrun me miró y consiguió expresar una débil sonrisa forzosa con sus labios pálidos confirmando así que yo le gustaba tanto como ella a mí—. Antes de la comida quisiera mostraros como ha quedado mi estudio con la instalación de una claraboya.

 Gudrun Schmidt von Feldenstein pintaba, como muchos extranjeros en San Miguel de Allende. En su primer año aquí ella había planificado y supervisado la construcción de un estudio espacioso en una ampliación del segundo piso cuyas ventanas delanteras daban a la pintoresca calle empedrada. La habitación estaba llena de lienzos, caballetes, pinturas, paletas y otras herramientas de artista. La nueva claraboya era larga, bien proporcionada y francamente ejecutada de una forma perfecta, de manera que el sol de las primeras horas de la tarde destacaba y realzaba los cuadros colgados aquí y allá o apoyados en los muros encalados.

 —El estudio es magnífico —dije yo, asomándome a las ventanas laterales que daban a un parque pequeño y a los jardines vecinos.

 —Puedo entender por qué te gusta venir a San Miguel —dijo Sandra, tanto a Gudrun como a sí misma. Esto constituía una gran distorsión de la realidad, ya que nosotros nunca habíamos entendido por qué insistía en venir a Méjico tan sola, tan aparentemente perdida.

 —Sí —dijo Gudrun dulcemente, mirándome fijamente con lo que parecía una vaga sombra interrogativa en sus ojos.

 Hacía mucho que me confundía la discreta actividad, por no decir la invisibilidad, de Gudrun en San Miguel. Siempre que me era posible intentaba fisgar un poco más en su vida. ¿Por qué había venido aquí, me preguntaba, a llevar la existencia de un ermitaño?; y ¿qué hacía ella todos esos meses en su gran casa, sola y retirada?

  —Cada día subo al estudio al igual que vengo a San Miguel cada año. Aquí rodeada por mi arte puedo sentirlo todo tan fuerte y tan poderosamente —Sin mirar a Sandra, respondió a su pregunta tácita de la manera que ella suponía los artistas hablarían a aquellos que no lo son—. Es una forma de éxtasis. Cada año es una experiencia espiritual. Todos mis sentimientos más profundos afloran aquí, siendo la inspiración para mi trabajo. Como sabéis, el artista debe sentir, sentir... sobre todo, sentir. Cuando recojo esos sentimientos, estoy creando.

  

4.

 Gudrun hablaba habitualmente sobre sus emociones como si tuviese algún tipo de exclusiva sobre el tema. Ella parecía creer que podía poner todos sus sentimientos en el orden apropiado en un cuadro como un restaurador de cerámica romana que pacientemente encaja las piezas de un puzzle de un vaso etrusco en pedazos en una oscura bodega en Via di Ripetta. Aún así, su voz resultaba débil y poco convincente. Ella parecía estar eternamente confusa sobre qué estaba haciendo realmente con su vida.

 Sandra parecía escéptica. Decía a menudo que Gudrun era una maestra del arte de sentirse de una forma y comportarse de otra. Sus ojos que durante un instante brillaban radiantemente al hablar de su arte al siguiente estaban fijos en un muro liso como si estuviese buscándose a sí misma en la bruma de una vida sin brillo.

 —Sí —dijo ambiguamente Sandra— el resultado es bonito.

 Su “bonito” expresaba también mi reacción al arte de Gudrun, a ninguno nos gustaba esa palabra. Si Sandra hubiese deseado demoler su arte, podría haber utilizado la palabra “mono”, pero tan generosa como siempre, dijo que era bonito. Gudrun tampoco captó la ironía esta vez.

 Me di cuenta de que Gudrun miraba a Sandra mientras ésta examinaba uno a uno los cuadros en el estudio, dado que en otras ocasiones ella los había puesto aquí y allá, en rincones y esquinas de la casa, en las habitaciones y en los cuartos de baño. Ella había llegado a la conclusión que Gudrun sabía que se trataba de basura de mal gusto y que, en realidad, preferiría esconderlos. La mujer de “las emociones y los sentimientos” era simplemente incapaz de apreciar el diseño, los colores o la composición.

 Me hubiese gustado decir que las emociones no tienen gusto y poco que ver con la creación. Sólo por impresionar estuve tentado de mencionar el comentario de Mozart relativo a que la creación artística consiste en un cinco por ciento de talento y el resto es trabajo duro, pero ante la mirada suplicante de los ojos de Gudrun simplemente asentí con la cabeza.

 —Aquí me sumerjo en una primavera eterna —estaba diciendo Gudrun— el sol, las flores ya en enero y la gente apacible. Cuando me marcho en primavera me siento de algún modo purificada y sin mancha. Mi alma parece inmaculada.

 —Bueno, no sé —murmuró Sandra—. ¿Nunca te has planteado inspirarte en la melancolía y la tristeza de tu país natal del Norte? No soy una artista pero mi marido opina que la peor época del año para la inspiración es la primavera. Él dice que deja entrar demasiado sentimentalismo tierno... y el resultado es banalidad.

  

5.

 Ella se rió, esta mujer del Sur, y me miró como si estuviese tomándome el pelo. Pero sabía que se trataba de otra burla de Gudrun Schmidt von Feldenstein–. Él quiere invierno, lluvia, niebla y desesperación —dijo Sandra— Sin gente sonriente. Un día perfecto le pone nervioso.

  Gudrun minimizó la mera sugestión por su carácter absurdo— No, corro hacía el sur para escapar de los inviernos bálticos, la lluvia, la niebla, la melancolía y la desesperación.

 Había volado hacia el Sur pero no había encontrado calor. Nosotros conocíamos bien su historia. Cuando su cuerpo nórdico aún era delgado y se inclinaba elegantemente con los poderosos vientos marinos, cuando sus ahora apagados ojos todavía eran azules y su actual cabello descolorido aún era rubio, ella se había casado con un conocido director de cine en el sur de Alemania, quien, tras un breve noviazgo y matrimonio, le dio un papel en una película de segunda categoría ubicada en la Riviera italiana. Durante aquellos años llegó a considerarse una actriz, casi italiana. Y consiguió unos cuantos papeles secundarios incluso después de su primer divorcio.

 En un excepcional acto indiscreto una vez nos habló francamente sobre una película de la serie B que hizo en Nápoles en la cual ella, la chica del Norte, era el objeto amoroso de un galán latino que sólo quería recrearse en su joven cuerpo— y ya sabes cuál es su especialidad —dijo ella en su entonces tono candoroso.

 —Hoy siento que mi vocación real es la pintura —dijo ella en su encantador inglés con dejo. Ahora estábamos sentados en el salón con digestivos en mesas cercanas. Europa nos sonreía. La mirada vacía de Gudrun estaba fija en algún punto de la pared entre nosotros—. Es mi vocación. Es lo que me trajo a San Miguel en primer lugar..., las escuelas de arte, los artistas, las galerías. Aquí me siento parte de una clase de movimiento artístico. Me hace sentir bien, segura. 

 —En efecto —dijo Sandra, más bien de forma breve pero al grano. Por un momento deseé que mencionase mis palabras sobre que tales vocaciones son en realidad una prisión, no un gozo. En cambio, ella simplemente contemplaba a Gudrun con su actitud latina más lacónica, esperando como un ocelote a que ella se comprometiese de nuevo.

 —También —dijo Gudrun en uno de sus raros intentos humorísticos y de nuevo insensible a la ironía italiana— me he dado cuenta de que me resulta más fácil perder peso aquí. Hay veces que ni necesito comer.

  

6.

 —El mejor régimen inventado jamás —dije yo, dando ligeros golpecitos en mi cintura.

 —Bueno, Gudrun, tu dieta parece funcionar aquí—dijo Sandra—. Siempre te marchas tan delgada.

 —¡Así es! –dijo Gudrun, mostrando su enigmática, casi avergonzada sonrisa, mas a sí misma que a nosotros.

  Cuando tras un largo silencio miré a Sandra y dije que ya era hora de marcharse, Gudrun se puso en pie ágilmente. Ella sonrió abiertamente, otra estación había cumplido con su deber, había respetado sus obligaciones. 

 En la puerta, con el gordo terrier en sus brazos, Gudrun le sugirió a Sandra de nuevo que “tenemos que volver a vernos... tal vez para nadar en Taboada”. Ya había hecho sugerencias similares en años anteriores, que de todas formas nunca llegaron a nada. En realidad, habíamos reconocido que Gudrun no nos caía bien y que su amistad era menos importante que otra hoja caída en noviembre. Aún así, la tradición es una conexión poderosa: nuestros amigos mutuos en Italia, nuestra larga relación, nuestros lugares comunes de vacaciones y nuestra Europa. De este modo, tras todos estos años habíamos mantenido la absurda relación, es verdad que también por curiosidad sobre su suerte y porque le teníamos lástima. Gudrun Schmidt von Feldenstein parecía estar tan profundamente sola y ahora tan perdida en los trópicos.

 Gudrun hablaba sobre amigos pero parecía estar siempre sola. Ella misma afirmaba que en realidad prefería la soledad: pintar, leer y pensar. A pesar de todo, era como si estuviese esperando en silencio a que ocurriera algo, la llegada de algo que cambiaría su vida. Durante una temporada temimos que, cegados por nuestra antipatía hacia ella, éramos incapaces de percibir alguna cualidad significativa en la mujer alemana.

 Nunca me la encontré en la pequeña ciudad. Para mí ella simplemente desaparecía tras nuestro almuerzo cada otoño, hasta que en abril nos llamaba para invitarnos al almuerzo de despedida. De vez en cuando durante los meses de otoño Sandra se tropezaba con ella en la piscina de un hotel cercano. Misteriosamente Gudrun nunca frecuentaba la piscina después de Navidad, aunque los días más maravillosos llegan en enero y febrero cuando hace un frío glacial en el mundo del norte.

 Sus encuentros eran extraños, marcados por la reserva y la reticencia por parte de Gudrun, como si la presencia de Sandra constituyese una intrusión en su intimidad. Había cumplido con su deber en el almuerzo de otoño, parecía decir ella. ¿Por qué persistía esta mujer italiana en seguirla?; ¿qué quería de ella? Era irritante, como si estuviese siendo sometida a examen. De todas formas, las mujeres eran tan curiosas, debía pensar, tan fisgonas. Con razón se sentía mejor en presencia de hombres. Siempre había sido así. 

  

 7.

 Un día Sandra llegó a casa con la noticia de que había visto a Gudrun en la piscina— Estaba allí sentada simulando leer... pero no le vi pasar una sola página. Estaba ocultándose. Ella odia mi presencia, pero cuando finjo que me alegro de verla está claro que le agrada, tal vez sólo sea cosa de timidez.

 En otra ocasión Sandra me contó que había observado a Gudrun de pie, vacilante, a la entrada de la piscina: “pero al verme dio media vuelta y se marchó”.

 Cuando avanzada la mañana a veces pasaba por la piscina del hotel empecé a comprobar si estaba Miss Europa. Un par de veces la espié a través de los listones de la cerca de madera que rodeaba la piscina. Estaba sola, echada en una tumbona, poniendo aceite en su obeso cuerpo de blanco marfil con sus pesados pechos sobresaliendo de su bañador. Ella giró su cabeza de lado a lado como si comprobase que nadie la estaba mirando antes de dirigirse oscilando hacia los escalones de la piscina y meterse en el agua poco a poco, de forma insegura, chapoteando como un búfalo acuático. 

 Aunque cuando la conocimos por primera vez en Europa Gudrun ya era gruesa, su obesidad desatada en Méjico se convirtió en una curiosidad. En una colonia foránea uno percibe las características físicas en mayor grado que en su propio país. A su llegada a Méjico ella aparecía siempre enorme. Durante el almuerzo de otoño sólo llevaba vestidos largos y chaquetas holgadas, se hacía una coleta en el pelo y su forma de andar correspondía necesariamente a un anadeo relajado como el propio de las mujeres en avanzado estado de gestación: piernas separadas y brazos colgando a ángulos chocantes del cuerpo.

 Lo raro era que durante el almuerzo de primavera anual previo a su partida el año pasado, ella estaba chupada, deslavazada y delgada. Su ropa colgaba holgadamente de su talle alto, su blancura se había transformado en palidez, sus ojos parecían vacíos e hundidos y su pelo era corto y fibroso.

 Los almuerzos bianuales y encuentros esporádicos habían tenido lugar durante tres años antes de que las nubes de misterio que rodeaban a la estancia anual de Gudrun en San Miguel de seis o más meses empezaran a desvanecerse. Si el cotilleo de San Miguel no hubiera alcanzado a “Frau Gudrun”, como su sirvienta, Señora Dolores, y otros tenderos cercanos habían empezado a llamarla, nosotros habríamos proseguido con nuestras especulaciones al recibir cada septiembre su tarjeta postal desde Munich, Lago Como o Provenza anunciando su inminente regreso y su “tenemos que vernos”. Si su fiel criada no fuese una bocazas, nadie hubiese conocido la razón de su venida a Méjico.

  

 8.

 He dejado constancia aquí de la singular historia de Gudrun Schmidt von Feldenstein tan fielmente como ha sido posible, basándome no sólo en nuestra experiencia de primera mano sino principalmente en el cotilleo de la ciudad – la versión pública, con su permiso – incluso si, en fin de cuentas, no era asunto de nadie más que de Gudrun el tipo de sentimientos y emociones que tenía. Pero la vida en la pequeña ciudad de San Miguel de Allende es así. Desde una mesa cercana en el café “El Zócalo” podían oírse retazos de conversación como ésta: “¿Viste a su marido en los brazos de esa mujer nueva?”; o también, “¿lo viste en los brazos de aquel hombre?; “creo que perdió todo su dinero y ella lo abandonó”; “¿sabías que ella tiene un cáncer terminal y que él no puede esperar?”

 Idas y venidas, grandes y pequeñas tragedias y alivio cómico, como si fuese proporcionado por los dioses para el disfrute de los sirvientes y del sector hostelero mexicano, quienes con una mezcla de envidia y regocijo observan las payasadas impredecibles de sus raros y ricos patrones y clientes.

 Tal vez sea a causa de los contrastes incomprensibles entre gringos y mexicanos pobres que coexisten bajo el mismo sol y tragan el mismo polvo pero viven en dos mundos distintos. Y dado que la vida es, de todas formas, un punto de vista, me he visto obligado a dejar que un poco de fantasía se deslice en mi reconstrucción de la secuencia de sucesos que escandalizaron a los extranjeros y que, en gran parte, divirtieron a los mexicanos.

 La posible verdad de la extraña aventura que cambió la vida de Gudrun Schmidt von Feldenstein llegó a mis oídos en retazos de dos fuentes externas. La primera era la historia tal y como la relató la sirvienta de Gudrun a su hermana, quien trabajaba en la casa de una viuda mejicana, conocida cotilla, y, por lo tanto, experta del mundillo de San Miguel. La otra corresponde a la versión pornográfica de la gente, cuyo mal gusto potencial no debe causar incredulidad, vergüenza u ofensa, dado que los locales lo aceptaron bastante lacónicamente.

 Los detalles iniciales de la popular y conmovedora historia me los trazó una soleada mañana mi bonachón jardinero, Vicente, aún un poco borracho y charlatán tras una fiesta que duró toda la noche en honor de un santo u otro, detalle que en ningún caso creo le resta valor a su veracidad. No sólo pudimos por fin entender mejor a Gudrun pero estimo que llegamos a percibir mejor a su San Miguel.

  

 9.

 La realidad de la vieja ciudad me causa aún euforia y depresión, el ambiente de San Miguel de Allende permanece en mi memoria a la vez sosegadamente placentero e inadecuadamente desagradable. Es la misma historia de siempre sobre el contraste entre la ingeniosa ilusión y la dura realidad. ¡Ilusión y realidad! Gudrun Schmidt von Feldenstein vivía, como San Miguel, luchando y tambaleándose entre cada sensación: seducida y engañada por una y defraudada y desmoronada por la otra. Gudrun-Europa a veces se veía a sí misma como el emblema de la belleza y la perfección y, otras, como un repulsivo gusano insignificante.

 Creo que ella se extravió... y perdió su calidez original al dejar las riberas del Báltico. Por esta razón su vida de un entusiasmo tras otro durante el cual ella rezumaba confianza vital en sí misma estuvo marcada por períodos más largos de indolencia y desilusión. Desde aquella ruptura inicial había estado buscando su yo real, el cual había estado durante tanto tiempo oculto que ella había olvidado quien era en realidad: ¿esposa, actriz, pintora, mujer mundana internacional, aventurera o amante? Tal vez su verdadera persona estaba en alguna parte de los pliegues de grasa otoñal y tras su extraña palidez primaveral. Quizá una verdad superior estaba oculta allí. O alguna gran tragedia. Ella debía haber sido encantadora, atractiva, bella, deseada y, desde luego, con talento y creativa. ¿Dónde están ahora esas dotes? Debía haber tenido muchas cualidades que podían iluminar las vidas de sus tres maridos. Ella había conocido con certeza dulzura y alegría radiante en las orillas bálticas. Sus ojos antaño azules debieron haber expresado ansia pero también dado placer. ¿Adónde fue a parar esa luz?; ¿se extinguió para siempre?; ¿persiste únicamente la añoranza de un pasado glorioso y de un futuro radiante? 

 Cuando el alcance de su aislamiento y de su desolación, su desamparo, su desesperación y su inútil control escurridizo de la vida empezó a manifestarse, Sandra y yo observamos que el único logro visible de su estancia de seis o siete meses era su dramática pérdida de peso.

 Ahora bien, esta realidad podría parecer mermada y demasiado insignificante y degradante en el intento de comprender a otro ser humano. Lo admito. Aún así, los hechos hablan. Era verdad. Nosotros mismos fuimos testigos el año pasado. La bestia áspera que hizo su aparición en el otoño antes de su partida como un pálido esqueleto ojeroso, una marchita hoja nórdica oscilando hacia el suelo en la brisa del atardecer, un buque abandonado, separado de los demás, un ser privado de toda voluntad y deseo. De todas formas, esto constituía el episodio menos raro de su historia.

  

10.

 Según la Señora Dolores, Frau Gudrun, en su segundo año en San Miguel, había contratado a un joven carpintero mexicano para reformar su estudio. Ignacio era alto y extremadamente delgado, de suave piel oscura y fino y vistoso cabello negro que le llegaba a los hombros. Sus grandes pies vigorosos parecían más bien libres, que no sometidos, en sus sandalias marrones mexicanas. Sus extraordinarios brazos largos, casi sin vello, colgaban de sus flacos hombros y se extendían a partir de sus mangas de camisa como palos oscuros; sus pantalones parecían fardos colgando de su cintura.

 Sus amigos del barrio pobre contaban que su delgadez le avergonzaba considerablemente. Ignacio soñaba con ser corpulento y gordo, como debe ser todo hombre con éxito en la vida. Pues Ignacio, sobre todo, se consideraba un hombre del futuro.

 Nacho, como llamaba todo el mundo al joven carpintero, entonces  sobre los veinticuatro o veinticinco años, nunca se había sentido satisfecho con mujeres mexicanas de su edad. Con todo, su timidez natural y su posición social le habían impedido conocer a otras mujeres más allá de su barrio de San Juan de Dios en San Miguel. Para él como para la mayoría de trabajadores mexicanos, las mujeres extranjeras eran misteriosos objetos intangibles del mundo gringo al norte. ¿Quién podía entenderlas? Pero las mujeres europeas de San Miguel eran tan extrañas como criaturas del espacio exterior; tal vez, bajo su insólita ropa no eran ni mujeres reales que dormían con hombres cuando les apetecía.

 Para los alegres nativos de San Miguel la globalización significaba tecnología americana y los nuevos chismes en la inmensa tienda Wal-Mart; suponía ricos residentes extranjeros. Representaba la televisión americana, todo-terrenos, supermercados y tarjetas de crédito. Entre los mestizos y los indios de San Miguel de Allende la globalización había creado una gente abierta y eternamente a la búsqueda de lo moderno. Cada objeto nuevo era un símbolo de la modernidad que perseguían para mitigar su atraso económico. Si trabajadores como Nacho no podían tener teléfonos móviles o televisión interactiva, aceptaban cada nuevo concepto e idea con un entusiasmo marcado por la envidia. Eran pobres pero optimistas; el futuro les pertenecía.

 Vicente, quien frecuentemente relataba fragmentos escogidos de noticias de la ciudad, me dijo que todos los amigos de Nacho sabían perfectamente que el carpintero había hablado durante años sobre su deseo de una mujer grande a quien poder “hincarle el diente”. Desde que “sexo oral”, esa nueva expresión picante, tan moderna e internacional había sido objeto por primera vez de burla libre en el barrio bajo y una vez que fue capaz de comprender todas sus implicaciones, Nacho estaba obsesionado. 

  

11.

 —“Eso es lo mío”, nos dijo él. “Sería un rito” —comentó—. Ya sabes que es principalmente indio, de todas formas —dijo Vicente—. Un rito fortificante de sus antepasados. Pero nunca supo adónde dirigirse.

 Una tarde de abril mientras desde nuestro portal mirábamos como llovía a cántaros y los relámpagos golpeaban San Miguel, Vicente me dijo en su estilo, medio en broma, medio en serio, que Nacho creía a pie juntillas que, según le aconsejó un viejo brujo Otomi, el líquido femenino le haría engordar como un ternero en primavera preparándole para un futuro radiante—. Él dijo que redondearía sus brazos y piernas, henchiría su pecho y espalda y resaltaría su estómago.

 Pero, la mujer alemana intocable, Nacho debió haber pensado cuando la miró mientras empezaba a encalar las paredes del estudio, éste es el tipo de mujer que le transformaría en un hombre real. Aún así, la Señora era como Europa, una diosa, intangible, irreal, el colmo de la modernidad. Ella representaba la lejana Europa inalcanzable. Un mundo irreal que, según él, sólo consistía en el equipo de fútbol de Alemania, además de un pasado de guerras y destrucción y estúpida gente acaudalada.

 Alrededor de ese mismo momento Sandra recordó las indiscreciones de Gudrun un día en la piscina, entonces tres años atrás, según parece al mismo tiempo que su historia con Nacho estaba a punto de ser consumada. Ella admitió que nunca había tenido buenas relaciones sexuales, ni con esposos ni con amantes. Y más tarde esa misma mañana ella dijo con una sonrisa discreta que su carpintero, Nacho, era el hombre más sexy que jamás había conocido.

 En resumen, la cercanía entre un joven atractivo y tímido, hombre supersticioso y ambicioso del futuro, y, como resultó, del amor y del sexo y una mujer europea hambrienta de sexo provocó una reacción en cadena que pronto los llevó a la habitación en el piso superior de Gudrun Schmidt von Feldenstein.

 La turbulencia empezaba cada año justo antes de Navidades cuando Nacho volvía de Houston, adonde iba cada primavera con una docena de braceros de San Miguel, y terminaba con su regreso a Tejas cinco meses más tarde.

 Mientras tanto, la vida de Gudrun estaba patas arriba. Se habían acabado para ella las mañanas soleadas de San Miguel, las piscinas, los almuerzos en restaurantes con patio, las comidas con su conocida propietaria de hotel, las solitarias visitas a la iglesia de Ototonilco o compras en las fábricas de cerámica en Dolores Hidalgo y los viajes organizados a Guatemala. Los festivales de música y las exposiciones de arte pasaban inadvertidas. Según la Señora Dolores, los días pasaban y la pareja raramente abandonaba el piso superior. Y, a juzgar por sus palabras, no estaban colocando paneles en el estudio.

  

12.

 Ahora, cuando Nacho dejaba momentáneamente la casa de Gudrun, consentía de buena gana en hacer confidencias a sus amigos sobre sus gozos y placeres sensuales. Así, de sus cuatro bocas surgió una extraña imagen de pura lujuria y lascivia sin adulterar, un divertido relato actual que circulaba entre los mexicanos del barrio pobre mucho antes de alcanzar los distritos de la colina para convertirse en el mito de San Miguel.

 ¿Cómo puedo resistir?, debió preguntarse Gudrun durante mañanas avanzadas y mediadas tardes, en las largas veladas lánguidas y durante las noches sin fin. Pero, como todo el mundo sabe, la carne es poderosa, exigente y más fuerte de lo que comúnmente creemos: ante las demandas del placer puede resistir, resistir, resistir. El suyo, concluí, debió haber sido absoluto, el placer físico más puro y completo que ella hubiese jamás imaginado. 

 Mientras Nacho se regalaba con su cuerpo, ella debió recostarse, al tiempo que soñaba y daba rienda suelta a sus deseos más secretos, dejando que todos sus fantasmas y fantasías enloqueciesen en un desenfreno deleitoso. El paraíso que no era San Miguel, la emoción que no era Europa, ella lo encontró en su habitación bajo los besos sedientos de Nacho.

 La reunión con Nacho debió haber sido el encuentro de su vida, el choque de dos gustos, cuerpos y almas complementarias. Si con anterioridad ella había sido desatendida a causa de su obesidad, Nacho se bañaba y se crecía en ésta, devorándola mientras que, con júbilo y regocijo, observaba como el cuerpo de Gudrun se desinflaba, disminuía, menguaba y mermaba ante sus ojos. Y fue como si ella también se alegrara de su propio decaimiento.

 Si, como dijo la Señora Dolores, su nevera siempre estaba vacía y Frau Gudrun nunca la enviaba a comprar o le pedía que preparase comida alguna, sin embargo para Nacho era una fiesta sin fin. Esos muslos como jamones, estómago bamboleante y grandes pechos eran manjares para su ingente hambre atrasada. Él se jactaba ante sus amigos de nutrirse con la mujer europea. Le parecía justo, le dijo a Vicente, adquirir su vigor gracias al deterioro de ella. Lo necesario para continuar otra temporada en Tejas, suficiente para mantener a sus hermanos, hermanas y primos en las montañas de Méjico.

 Cuando se acabó la temporada y los gringos se marcharon en sus Ford Expedition y Land Rover, llegaron los días más cálidos del año, florecían las plantas en San Miguel y el agua gorgoteaba de nuevo en la fuente del patio de Gudrun Schmidt von Feldenstein.

 Este era el momento para que Nacho, un restablecido Nacho con buena salud, ahora gordo en torno a la cintura, sus brazos y piernas misteriosamente redondeados, sus mejillas frescas y coloreadas, organizase su anual cruce clandestino del Río Grande. Y de nuevo se sintió dispuesto. El futuro era suyo.

  

13.

 — Cuando abrió su puerta no pude dar crédito a mis ojos —dijo Sandra mientras subíamos la colina de vuelta tras otro almuerzo de primavera—. Está siempre tan delgada cuando se marcha, pero esta vez... estaba simplemente ajada, desfigurada, toda piel y huesos. Nunca olvidaré sus ojos. Nos miraba como si fuésemos desconocidos.

 Sólo cuando había transcurrido el día de nuestro almuerzo primaveral empezamos a intuir el intercambio. Cuanto más grueso y fuerte se había transformado Nacho, más delgada y desvaída estaba nuestra Gudrun Schmidt von Feldenstein. Tras alimentarse de su obesidad de nuevo, la había dejado esta vez estremeciéndose al borde de su propio abismo, despojada de toda voluntad y volición.

 Extenuada, frágil y macilenta, pero extrañamente dispuesta a enfrentarse a Europa de nuevo, ella había empezado de nuevo los preparativos lánguidos de su propia partida; había que preparar y enviar sus maletas a Como, Provenza o Baviera y se debía organizar el almuerzo primaveral.

 Ese día una sensación de epílogo flotaba en el aire. Un ambiente de marcha. Ese día ni se veía al pequeño perro gordo. El oscuro salón parecía estrecho y opresivo. El techo nunca había sido tan bajo. El cuadro de Europa sobre la chimenea estaba torcido. Cuando tras el aperitivo ritual nos llevó a la mesa del patio, sólo necesitamos mirarla para entrever la complejidad de la existencia humana.   

 — Bueno, ha transcurrido otro año —dijo Gudrun desabridamente. Una sonrisa parcialmente desaprobadora jugueteaba sin control en las comisuras de su boca.

 — Pasa tan rápida, la temporada de invierno —dijo Sandra.

 — Y somos un año más viejos —añadió Gudrun, mirando, sin ver realmente, la buganvilla que ascendía por el muro trasero del patio. 

 — ¿Estás contenta de volver a Europa? —preguntó Sandra para romper el consiguiente silencio.

 — Oh —dijo Gudrun con un suspiro— todo aquí parece ya tan distante... pero siempre es así.

 Los vacuos ojos de Gudrun parecían observar el mundo desde la distancia, como si estuviese mirando su existencia y las nuestras a través de una desdibujada lente brumosa. Ella adoptó una indiferencia poco usual en su actitud. Un levísimo rubor bajo el pálido velo que cubría su rostro parecía ocultar una nerviosa lucidez palpitante donde ni el consuelo era necesario.

 — Bueno, la temporada ha terminado... de nuevo —ella repetía mientras nos acompañaba por el largo pasillo de entrada, como un guía mostrando las flores y plantas a izquierda y derecha con un movimiento distraído del dedo índice.

 En ese momento sus ojos eran febriles, alucinados, como si hablasen la lengua secreta del corazón salvaje y solitario del hombre— ¿Creéis que todo esto continuará siempre?

 Puede ponerse en contacto con Gaither Stewart en gaitherstewart@libero.it  


 

[i] Las palabras en cursiva aparecen en castellano en el texto original.