Ese cierto sentido de complicidad

(Una historia de amor)

por Gaither Stewart

 

Mayo 2001

  (Traducción: Mercedes Camps Herrero)

 

     Tocó su hombro con la mano y ella lo vio un instante antes que sus dedos rozasen su mejilla. Sus piernas parecían no sostenerle. Él sintió el sudor en sus sobacos. Su corazón palpitaba.

 Ella se sobresaltó–. Oh, ¡Jason!... Te he estado esperando tanto tiempo –su melódico acento británico se elevó y sucumbió ante el rumor del tráfico urbano. Parecía que sus enormes ojos iban a salir de las cuencas mientras ella extendía las manos hacia sus hombros.

 Tenía la imagen que él recordaba: su media sonrisa torcida, su nariz respingona y la expresión inquisitiva de sus distantes ojos azules. Con las indecisas puntas de sus dedos él acarició su cuello. Podía oler su familiar perfume. 

 El sol, abriéndose paso a través de las nubes bajas, lanzaba fragmentos de luz pálida en las calles mojadas y convertía a los grises edificios en plata. El silencio flotaba sobre la metrópolis. Él tomó su mano. Deslumbrados, caminaron bulevar arriba mientras mantenían una charla trivial para superar su timidez. 

 Desde su separación había soñado con encontrarla así, en una calle de una de las ciudades que eran suyas: París, Roma, Londres o Munich. Hildegard estaba de pie en el quiosco cerca de la estación del metro Madelaine esa tarde lluviosa de septiembre. Tenía una revista en una mano y con la otra se sacudía hacia arriba su cabello rubio claro desde la nuca de su largo cuello. Una ligera minifalda mostraba sus muslos aterciopelados. Ella llevaba las mismas botas blancas que había lucido durante las lluvias en Munich.

 Hildegard era el amor obsesivo de su vida.

 Entraron en un café y eligieron una mesa al fondo. Era más fácil tocar que hablar.

 Él se había preguntado a menudo que ocurriría cuando se volviesen a ver. ¿Destruiría sus vidas actuales su viejo amor?; o, ¿sería su antiguo amor quien destruyera el presente?; ¿podrían recobrar su pasado y, al mismo tiempo, conservar su presente? En los quince años transcurridos los había imaginado juntos tal y como eran en Munich entonces, como si el presente no existiese. Aquellos que comparten tu juventud, se dijo, nunca envejecen. A pesar de todo, era consciente de que el tiempo no cesa de transcurrir. Y el amor se muere.

 Sus brazos le rodearon. Ella descansó su cabeza en su pecho. Sus labios se encontraron mientras las manos recorrían el cuerpo del otro, acariciando, tocando, probando y reavivando viejas sensaciones.

 –Cuánto te deseaba, Hildy, esa última vez que nos encontramos en Roma –murmuró.

 –Pero Meredith me estaba esperando. ¿Te acuerdas? Cuánto te deseaba en la ocasión anterior, en Londres. No podía esperar a sentir tus manos en mí de nuevo.

 –Pero esa vez Jennifer estaba cerca esperándome.

 Rieron.

 –Fuimos afortunados de tener lo que tuvimos –dijo ella.

 –¡Esos meses mágicos! Siempre he soñado con repetirlos.

 Como inquietas gotas de lluvia las puntas de los dedos de Hildegard se deslizaron por su espalda.

 –No dejo de pensar en tu firmeza – ella susurró en su oído–. Siempre fue tan táctil nuestra unión.

 Tras Roma, le dijo él, su periódico le había enviado a Moscú. Posteriormente a Berlín, antes de venir aquí. Jennifer y él habían permanecido juntos, después de todo.

 –¿Recuerdas cuando te dije que si te separabas de ella nunca te perdonaría? –ella tomó sus manos en las suyas y le besó las palmas–. ¡Éstas manos de pianista!; ¡ése fue siempre tu toque!

 Él acarició sus muslos. Su mano estaba bajo su camisa. Al principio le había gustado la idea de volver a casa a Cape Town, sólo para superar Munich. Pero la carrera de banquero de Meredith se resintió y, por aquel entonces, su primera hija estaba de camino. Su propia carrera como traductor literario floreció tras su mudanza de vuelta a Londres.

 –Juntos teníamos algo especial.

 Él empezó a confundir los tiempos verbales. Aquellos nueve meses con ella habían marcado su vida, pasada, presente y futura.

 –¿Cómo pudimos separarnos, Hildy? –murmuró, llevándola hacia él.

 –¿Es una pregunta? –dijo ella, pasando sus dedos por sus labios.

 Ambos recordaban el inicio de igual forma. Hildegard Foster tenía 22 años y  estudiaba Literatura en la Universidad de Munich, en Alemania, la tierra natal de su madre, siendo ésta su primera estancia en el extranjero. A la edad de 30 años Jason Alden era estudiante y corresponsal local de un periódico norteamericano. Las cosas no iban bien entre él y su mujer, quien se había llevado al pequeño Danny a casa de sus padres en Berkeley.

 Era Martes de Carnaval en un baile de disfraces. Jason la miró fijamente, de pie cerca de un amplio portal. La minifalda negra y sus cabellos rubios recogidos sobre la cabeza le daban un aire provocativo. Ella fijó su mirada en la suya. El hombre, de estatura mediana, con un pequeño cuerpo atlético propio de jugador de tenis, cabellos cortos castaños y una cierta intensidad cautelosa, estaba parado frente a ella. Ambos estaban borrachines. Él leyó en sus ojos la palabra ámame. Él tocó sus labios que decían tómame. Ella tocó sus largas manos. Él empezó a besarla. Ella le devolvió el beso. Nunca había habido un beso como éste en su controlada vida.

 –Fue el gran momento de mi vida.

 –Lo abandonamos todo –dijo Hildegard.

 –Nunca había conocido a nadie como tú –comentó Jason–, poniendo todas las reglas a prueba.

 Las emociones los habían consumido en Munich, loca de música, baile y cerveza a espuertas. Hildegard era el polo opuesto del retrato que ella describía de su formal familia sudafricana: padre inglés conservador y madre alemana estricta. Ella alcanzaba el summum de la felicidad con una ópera de Strauss o en la Alte Pinakothek, pero, sobre todo ello, en la cama de su estudio.

 –¡Tu amor por la vida me infectó! –exclamó él–. Éramos como dos niños. Simplificaste aquellas cosas que me eran complejas. Siempre te he amado por tu amor hacia mí.

 –Te enseñé a amar. Y pensábamos que nunca terminaría.

 –Pero yo sabía que Jennifer volvería.

 Su amor nunca necesitó de seducción. Sin ofertas sutiles. Sin desaires. Una mirada y ellos lo supieron. Alquilaron una habitación en un hotel detrás de la Madelaine. En el ascensor ella apretó sus delgados brazos. Él percibió la ligereza de su cuerpo casi desnudo.

 Los amantes se desnudaron mutuamente, sonriéndose todo el tiempo.

 –Parece Turkenstrasse –dijo él, vislumbrando una imagen fugaz de ellos mismos tras sus clases matutinas, tirando sus ropas al suelo y saltando a la cama.

 –Estás igual –sus ojos recorrieron rápidamente su cuerpo–. Ese estómago plano y esas piernas tan moldeadas como las de una mujer.

 –Tu tampoco has cambiado –dijo él con una impúdica mirada–, esas exóticas caderas de las mujeres latinas.

 Ella cayó de espaldas. Y él estaba dentro de ella, otra vez, frenético por recobrar el tiempo perdido.

 –Eso es lo que siempre quería primero –comentó ella tras los primeros instantes intensos–. Me vuelve loca la fuerza de tu deseo por mí. Es esa violencia. Tus brazos aplastándome y tus manos de pianista tirándome hacia ti.

 –¡Oh, Dios!; ¡te amo tanto cuando tus ojos están así!

 Revivieron Munich. Estaban en Salzburgo y en Viena, en el Lago Constanza, en todos sus lugares. Él miró su ágil cuerpo, sus ojos cerrados, su rostro ruborizado, su cabeza echada hacia atrás. Sus manos y labios recorrieron su cuerpo. Ella se bañó en su intensidad. Su pasión tenía su propio ritmo. Sin poses estudiadas. Sin rituales ni tabúes. Sin acrobacias. Sin higiene. Sin repulsión. Sin reglas. Labios dientes manos pies besos violentos y tiernos arriba y abajo sus cuerpos en cada hendidura ojos cerrados ojos abiertos ríos de sudor.

 –¡Oh, la felación es wunderbar! –susurró ella desde la lejanía.

 –Cunnilingus ist vielmals besser, –y después–, ¡Oh Dios, ese olor afrodisíaco de sudor y esperma y tus dulces fluidos!

 –Estoy llena de ti hasta el cuello –dijo ella, sentándose y quitándose el sudor con su mano desde sus muslos hasta su ardiente cuello –. Ich liebe Dich Ich will Dich Ich brauche Dich. 

 –¡Te has acordado! –susurró él a su vez la letanía que se habían repetido mutuamente–. Contigo nunca sé si estoy llegando – o yéndome.

 –Eso es amor.

 –Siempre ando por las calles buscándote –con el dorso de su mano él frotó rítmicamente su estómago tan diáfano suave blando en el rayo de luz que se extendía a través de una persiana agrietada–. ¡Qué obsesión! Una vez volví a Munich desde Moscú y fui directamente a Leopoldgastaette a buscarte. Erinnerst Du Dich?

 –¿Te acuerdas? Casi me echaste un polvo en un puesto mientras nuestros amigos estaban sentados enfrente, todos nosotros borrachos como cosacos. ¿Recuerdas lo que te hice entonces? 

 –¿Acordarme?; ¡querías hacerlo por todas partes! Cuanto más público el lugar, mejor.

 –Me deseabas en cualquier lugar –una paz sensual surgía de sus encendidos ojos. El rubor estaba desapareciendo gradualmente de su cara.

 –Entonces, ¿ sólo se trata de sexo?

 ¡Mucho, mucho más! –Hildegard se sentó y extendió sus brazos–. Nuestro sexo es un vehículo. Para ir a esa tierra de nadie. No conozco las palabras para describir las regiones mágicas que están en nosotros. Nuestro sexo es esa palabra que siempre buscamos: tú, en una historia, yo, en un libro.

 ****

 Horas o minutos más tarde, abrazándole en un lío de brazos y piernas, dijo las desconocidas palabras:

 –Tengo que irme.

 –Estás borracha.

 –Estoy borracha pero tengo que marcharme –volvió a decir más tarde, levantando la cabeza de su entrepierna.

 –Tengo que irme –dijo de nuevo después en un tono normal. Estaba sentada en medio de la cama, con sus piernas cruzadas al estilo indio, recogiendo su pelo con horquillas.

 –Me encanta verte hacer eso  –susurró él. Jason se sentó aturdido. Su ligereza giró por su habitación. Sí, sentía algo más, eso que siempre volvía. ¡No! No lo quiero. ¡No! Eso otra vez no. 

Hildegard lo miró y se inclinó hacia el suelo para recoger su vestido.

 –Puedo leerlo en tus ojos, Jason. Te sientes culpable. Ah, mi gran amor, tus raíces fundamentalistas están mostrando su feo rostro.

 –Sabes que no se trata de hacerte el amor, más bien, de amarte tan intensamente. Me hace querer menos a Jenny, como si tuviese una cierta cantidad de amor que administrar. Me parece una violación de lealtad.

 Pero sabía que Jennifer no era el único impedimento. Recordó el viejo resentimiento hacia Hildegard que él mismo había creado en aquellos primeros años cuando le echaba de menos. A veces le había echado en cara a Hildegard el haberse enamorado de ella. La culpaba por amarle de esa manera. Cómo si hubiese sido muy injusta con él. Su amor parecía ser el callejón sin salida de su vida.

 –¿No sientes algo parecido? –le preguntó él.

 –De ninguna manera. Os amo a los dos. A ti de cierta forma, a Meredith de otra.

 –Yo también os deseo a las dos. Pero... ¿cómo puedo ser fiel a ambas? Soy incapaz de amarte como te amé y querer a Jenny como la he querido todos esos años. Estar contigo me hace desear dejarla, dejarlo todo. Pero... ¿podremos hacerlo algún día?

 –Mein armer Liebhaber! Es tu espíritu monógamo –tras un instante– y ese sentido de culpabilidad que flota sobre hombres como tú.

 –Tú amas a Meredith, yo amo a Jennifer. Me siento culpable pero no es tu caso. ¿Por qué?, O –dijo con una débil mueca– ¿estás sólo siendo insensible?

 Hildegard se rió.

 Ambos empezaron a vestirse, ahora por separado, ahora incómodamente. Jason percibió cierto sentido de complicidad a su alrededor. Hildegard sonrió con su sonrisa secreta y se puso su vestido por la cabeza. Más allá de la ventana estaba anocheciendo.

 –Las mujeres son simplemente diferentes –comentó ella, con una nota de finalidad en su voz.

 –¿Qué quieres decir?

 –Quiero decir que... Jason, por favor, hablémoslo más tarde. Las niñas me estarán esperando.

 –¡Mañana entonces!

 –¡Oh, Jason! ¿Mañana? Mañana, no. Los jueves llevo a las niñas a las clases de equitación.

 –Entonces, ¿el viernes?

 –¡No! –dijo ella, poniéndose una bota de goma–. Meredith va a traer a un socio de la empresa para cenar. Y luego está el fin de semana, ya sabes, la familia y esas cosas.

  –Luego, ¿la próxima semana, eh? –¿Cómo podrían esperar ahora que la había encontrado de nuevo? Aún así, percibió un bálsamo para su conciencia: durante los días siguientes se dedicaría a Jenny. Una película o el teatro. Paseos en el Bois. Amigos para cenar. Tal vez irse a la Dordogne a pasar el fin de semana. ¿Notaría Jenny la diferencia en él?

 –¿Qué tal el mismo día? –dijo ella–. Los miércoles voy a mi oficina.

 –¡Así que soy tu hombre de los miércoles!

 –Eres mi amado, punto.

 Cuando le besó a las puertas del metro él acarició su pelo diciéndole: “Te veré en el quiosco”.

 ****

 A las tres en punto ella estaba allí, con un vestido aún más ligero. Él hizo una mueca. ¿Sabe Meredith que sale a la calle así? Su cabello era sedoso en el infrecuente sol parisino. Corrió hacia ella. Hildegard corrió hacia él. Él la levantó en el aire. Era suya otra vez.

 Tenían la misma habitación. Esperó a que se tirase sobre ella.

 –Sí, sí, sí –lloró ella.

 –Nunca es bastante –dijo él, mientras esperaba que se desahogase llorando por su pasión una y otra vez.

 Él lo sabía. Ella lo sabía.

 Y en los intermedios, ternura, caricias y sus palabras favoritas en su propio lenguaje melifluo que surgía entre ellos como acompañamiento musical.

 –Es como volver a casa tras un viaje –dijo ella cuando la habitación reapareció. Estaba tumbada en sus brazos, con su brazo y su pierna derecha sobre él. Ella comprobó su nerviosa mirada. Él acarició su pelo. Las primeras sombras de la tarde se deslizaron por su habitación.

 –Vale, Hildy –dijo él–. No te sientes culpable mientras que yo sí. Te deseo tanto como antes. A pesar de ello nuestra relación desafía todo lo que nos ha ocurrido desde Munich. Nuestro pasado nos está desbordando. Como si no hubiésemos vivido nuestras vidas reales. Dime, ¿en qué se diferencian las mujeres?

 Ella se apoyó en su codo.

 –No estoy segura al respecto. Es más bien cosa de intuición. Pero, después de dar a luz y tras años de vida marital, las mujeres pierden esos sentimientos de culpa que tenían cuando eran niñas. Se sienten liberadas. El sexo se convierte en algo diferente para las mujeres.

 –Así... ¿Es una cuestión de edad y experiencia?; ¿os acostumbráis a todo?; ¿quieres decir que ahora podrías joder con cualquiera sin sentirte culpable?

 –¡Muy divertido! Quiero decir que algunas mujeres aprenden a tomarse el sexo a la ligera, como en esos programas de la tele. Pero yo no soy una de ellas. No puedo ser seducida. Y, de todas formas, no he sido una persona reprimida sexualmente. ¿Cómo explicarlo? Mira, Meredith es el padre de mis hijos. Mi compañero de por vida. Está a mi lado en los cumpleaños y las vacaciones. Con él sé cómo suenan los niños en la casa. Juntos conocemos las enfermedades de los niños, sus notas del colegio y sus fiestas. Conocemos el asado crudo y las galletas quemadas. Incluso la frecuente sordidez de la vida marital, y también de la maternidad. No lo traiciono. Esa parte de mí es verdadera, leal e inviolable.

 –Entonces, ¿qué significo yo para ti?

 –La parte en mí que comparto contigo es otro yo. Meredith no lo conoce. Ni sabe que existe. Casi ni yo lo conozco.

 –¡Haces que parezca algo sucio! ¿Es esa tu opinión sobre nosotros?

 –Jason, no quieres comprender. ¡No! Es esa parte de mí que se extiende más allá de mí misma. No hay nada sucio en ello. Es parte de mi feminidad. ¿No tiene sentido? Quiero decir que comparto esa persona contigo.

 Ella puso su cabeza en su pecho.

 –Es el máximo que alguien puede dar. Y ése es tu papel en mi vida. Nunca podría compartir ese mí con él. Así que no hay traición. Y no hay culpa.

 –¿Y todas las cosas que hacemos juntos? –él entrecruzó sus manos tras su cabeza y miró hacia el techo. Su cuerpo estaba tenso en sus brazos.

 –¡El sexo, el sexo! ¡Jason! Nuestro sexo es el placer fundamental pero tampoco se trata de felicidad. Es una cuestión de satisfacción. Y de algo espiritual. No he estado con otro hombre, aparte de Meredith, después de ti en Munich. Y si se tratara sólo de sexo obtendríamos satisfacción. Pero para nosotros nunca es suficiente.

 Ella le miró directamente a los ojos y puso un dedo en sus labios.

 –Los hombres piensan que la penetración lo es todo. ¡Ah! ¡Penetración! Los hombres creen que es el regalo esencial de las mujeres. ¡Sagrada! ¡No es para tanto! Las mujeres no son lo que opinan los hombres –ella levantó su mirada del techo y se tumbó de espaldas–. Las mujeres olvidan. La penetración les resbala como el agua. ¡Pero los hombres se recrean como si la penetración implicara posesión!. Las mujeres se rinden pero eso no es posesión. La verdadera penetración para ti y para mí es pertenecer. ¡Nuestro sexo, Jason, es amor! Simplemente estáte atento a tus voces interiores, mein Liebhaber, y ahí es donde me tendrás.

 Sus labios estaban entreabiertos. Sus grandes ojos parecían estar fijos en un punto lejano. De locos, pensó él, el sueño de ella era tan realista. Pero la realidad es como un sueño.

 De nuevo, ella se dedicó a su cuerpo. Jason esperó. Estaba nervioso. Después de varios minutos de lamer su estómago dijo juguetona: –Desde luego que lo que hacemos juntos no tiene que ver con la penetración.

 Le hizo una mueca y casi se tragó su sexo flácido.

 ****

 Él miró el avance de las sombras y escuchó la gotera de la ducha rota en el baño. Llamaría a Jenny tan pronto como regresase a la oficina. Sabía que Hildegard también estaba pensando sobre el tiempo.

 ¡Jodido tiempo! Pensó él. Se sentó en la orilla de la cama.

 –Pero... ¿por qué nunca has estado celosa de Jennifer? Deberías haberlo estado. ¿Cómo pudiste incluso sugerir quedarte conmigo en Munich y ser la otra mujer para siempre?

 –Jason, sé que tengo un otro tú. No me importa un comino si ese tú público tiene a Jennifer. A mí me ocurre lo mismo. Tienes todo ése yo que te doy. Soy libre de dar mí yo cotidiano a Meredith y a los niños. Y en esa vida soy esposa y madre.

 –Pero si soy una de tus vidas debería pintar más. También quiero hacer cosas cotidianas contigo. Ir a ver una película o cenar en un restaurante. ¿No echas de menos esa parte, conmigo?

 –¡No! Ahí es donde aparecería la infidelidad. Hicimos nuestra elección en Munich.

 –¡Mmm! Hildy, contéstame. ¿Durante todos esos años pensaste alguna vez que te quería menos de lo que tú me amabas porque tomé esa decisión?

 –Estaba desilusionada. Pero no se trató nunca de quien amaba más a quien. Porque nuestro tipo de amor es tan cierto – dentro de sus límites. Conforme pasó el tiempo comprendí la razón: queremos para el otro lo que es bueno para nosotros.

 –Nunca te has entrometido. Todo el mundo quiere que seas otra persona. Tu siempre me has deseado tal y como soy, o como quisiera ser.

 Hildegard se sentó, metió las rodillas bajo su cuerpo y puso sus brazos alrededor de él.

 –Tu amor es mayor que mis miedos –dijo él–. Estás dispuesta a arriesgar. Yo soy prudente.

 ****

 Jason organizó sus viajes en función de los miércoles. Hildegard ordenó su vida para estar en el quiosco a las tres en punto. Aún así, Jason acabó odiando los días entre miércoles y miércoles. Llegó a la conclusión que los hombres estaban más solos que las mujeres. Y, como un tumor latente, se extendía la sospecha de que su tiempo pronto se acabaría. El tiempo siempre había sido su enemigo.

 En Munich su amor era música. Una sinfonía romántica. Ahora se había convertido en un relato. Romántico y triste. Su relato de amor, según ella. Su relato de una obsesión, según él. Pero él no alcanzaba a comprender el verdadero significado del relato. Él estaba viviéndolo. Demasiado cercano para ver la acción real.

 En los atardeceres contemplaba desde el balcón de su ático los miembros desnudos de los árboles en el pequeño parque, exánimes en el persistente invierno. Los sonidos lejanos de la ciudad le parecían monótonos e indiferentes y le recordaban que él mismo importaba mucho menos de lo que su propia vida le había hecho creer. Le hubiese gustado volver a la ecuanimidad que había adquirido durante los años siguientes a su separación: escrupuloso consigo mismo y con el propósito del esmero emocional. 

 Antes de encontrarla de nuevo, aquí se había sentido como en casa. Ahora se sentía como un refugiado. Ya no le atraían los cafés en el Boulevard Saint Germain. Le aburrían los cines de domingo en los Campos Elíseos. Imágenes tristes de la vida resonaban en su mente: paseos invernales por el Sena, el Boral soplando desde Trieste, el Mistral desde el desierto, húmedas noches tropicales, vacíos restaurantes de hotel, hojas podridas de noviembre y nostalgia, melancolía, soledad y aislamiento. Su vida había cambiado. Parecía estar al borde de un abismo: si se movía se caería, definitivamente.

 Era frustrante percatarse que Hildegard podía vivir dos vidas y dos amores: uno libre con Meredith y otro, oculto en un mundo limitado, con él. ¿No estaría ella simplemente tratando de ennoblecer sus citas con su uso facilón de la palabra amor?

 ****

 –Entonces estás viviendo una mentira con Meredith –dijo él, cuya frustración provocaba un tinte brutal en sus ojos y voz, un miércoles de primavera. Estaba desnudo, sentado en la silla cercana a la ventana. Hildegard estaba en su posición en medio de la cama.

 –Hay dos posibilidades –dijo él fríamente–. O estás conmigo por la excitación de un lío extraconyugal o tu vida pública es una comedia.

 –¡Eso es mezquino, Jason! Sólo quieres herirme. ¿Crees que nuestro amor es ilícito?

 –No lo sé. Tal vez –Pero ella tenía razón. Sí quería herirla. Sentía un deseo de venganza. Como si hubiese sido injusta con él. Ella no debería haberle querido lo más mínimo. Su amor no era justo. Él había sacrificado mucho por ella: su afecto por Jenny y Danny, tal vez incluso parte de su carrera. Pero ella tenía la emoción gratuitamente. Ella no había renunciado a nada. Era intangible, integral y, por siempre, nunca poseída. 

 –No lo es. El vínculo que tengo con Meredith es sólido. El vínculo con mis hijos es fundamental. Mi vida, Jason, gira sobre dos cosas: maternidad y feminidad. Y no son sinónimos. Soy una buena madre pero, en cierto momento, tengo que separarme de ello, por mi feminidad. 

 –Pero... ¿no sientes un sentido de transgresión del amor de tu familia hacia ti?

 –De ninguna manera –replicó ella–. También tengo que vivir esa parte de mi feminidad que está contigo.

 –Traición es, después de todo, traición.

 –¡No! El dominio público convertiría a nuestro amor en algo sórdido. Como si pensásemos que tener un lío estuviese de moda. De esta forma es puro. Mis dos vidas son dos dimensiones de una vida. ¡Ciertamente los seres humanos son más que unidimensionales! 

 Él ladeó su cabeza y la contempló. Sus racionalizaciones eran absurdas. ¿Era ella simplemente amoral?; ¿era el suyo siquiera amor? Estaba empezando a aborrecer esa palabra.

 –A todo el mundo le gustaría tener más de una vida.

 –Creo que tenemos derecho a más de una. 

 –Vale. Así que tú y yo, juntos, somos una de tus dimensiones: ¡sea lo que sea! Y aun así dices que no es sólo sexo. Entonces, ¿qué es lo que amas en mí? –dijo Jason sarcásticamente–. ¿Mi ser interior?

 –Sí, tu delicadeza es tan diferente de la mía, tal vez, incluso la culpabilidad que salta desde tus preocupados ojos. Pero, sobre todo, te amo en nuestro espíritu de unión.

 Hildegard estaba sentada sobre sus piernas cruzadas. Sus ojos se pasearon de sus pechos pequeños con los grandes pezones marrones al rubio pelo entre sus muslos.

 –Y, además, –dijo ella con una sonrisa enigmática en las esquinas de su boca– sólo tengo que mirar cómo me deseas para desearte.

 –¡No es justo! Sólo soy un caso de resistencia baja y alta culpabilidad. Sé que debería resistir a la tentación, como predica mi devota católica madre. Cuando no lo hago, me siento culpable. Ese es el castigo. Además, si hay algo valioso en todo esto, en nosotros, es difícilmente alcanzable para ninguno, con nuestras dobles vidas.

 –¡Ahí es donde entra el sexo! –ella se rió de esa forma que amaba y, a la vez, ahora detestaba–. ¡Es nuestra salvación, mein einziger und ewiger Liebhaber!

 ¡Su amante eterno! Ella ni menciona los nombres de sus hijos, niega que esté conmigo por el sexo, pero no sabe realmente por qué está aquí. ¡Ojalá no la hubiese conocido nunca!

 –Simplemente sólo yo puedo traspasar mis dos mundos. Dado que tú conoces la existencia de mi esfera pública puedo mencionártela. Pero, visto desde aquí, mi mundo público es oscuro. Y nadie ahí fuera conoce nuestra existencia. A veces creo que somos casi divinos porque podemos ver a los otros mientras que ellos no pueden vernos.

 –¡Por el amor de Dios! Ahora somos dioses –. Jason se sentó en el borde de la cama. Miró fijamente la mano extendida hacia él. Por un momento tuvo el impulso de pegarle–. Pero... ¿qué hubiese pasado si tú y yo hubiésemos seguido juntos?; ¿qué le hubiese ocurrido entonces a tus dos dimensiones? –esa imagen, pensó él, descubrió nuevas vistas inesperadas a la vida doméstica que nunca habían conocido juntos.

 –Oh, como lo deseé. Pero también me brindé a acompañarte, a todas partes, como la segunda mujer, escondida y secreta.

 –¡Es la pasión quien hablaba! No hubiese durado mucho tiempo. ¡Imagínate, tú, una mujer oculta, en algún piso secreto de la Ciudad Vieja!; ¡esperándome!

 –Por supuesto que no. No soy ninguna heroína literaria dispuesta a sacrificar mi otra vida por el amor erótico. Como en la novela bestseller que estoy traduciendo sobre una mujer en un pueblo de las montañas en el Schwarzwald que ama a un hombre toda su vida. Pero son jóvenes y él debe recorrer el mundo. Mientras ella espera en el pueblo que su amor erótico vuelva rechaza las ofertas matrimoniales de otros lugareños. Cuando años más tarde él regresa lisiado encuentra a una mujer vieja, marchita, resignada e indiferente a su viejo amor. No tuvo vida alguna, pero podía haberlo tenido todo. ¡No! Eso no es para mí.

 Hildegard intentó coger su mano, pero él la retiró.

 – ¿Qué hubiese ocurrido si nos hubiésemos casado? –dijo ella–. Tal vez lo que pasa en la mayoría de los matrimonios. Pero debes admitir que la discreción ha sido generosa con nosotros. Nuestro amor secreto es mi único tesoro en la vida.

 El secreto es un gran afrodisíaco –dijo Jason–. ¡Un lío franco tendría un toque de banalidad!

 Hildegard se rió.

 ****

 Jason a menudo paseaba por los Grands Boulevards. Los árboles verdeaban, las flores en el Palais–Royal y los Jardins des Tuilleries florecían pero apenas los veía. Había empezado a embobarse con los enamorados que se abrazaban en bancos del parque o paseaban con los brazos alrededor del otro. Intentaba percibir su amor. Sintiéndose como un voyeur en una novela romántica los observaba hasta que a su vez le miraban fijamente.

 Mientras Jason buscaba la justificación de su relación, Hildegard deseaba su continuación. Ella dijo que su amor no tenía por qué amenazar sus vidas actuales. Pero sus miércoles estaban sufriendo una mutación sutil. El predominio de sexo y alegría del pasado otoño estaba cediendo su sitio a la discusión y el debate. 

 A veces cuando ella hablaba de su amor, quería abofetearla. Ella hablaba de su carácter posesivo, por el contrario él pensaba en su obsesión. Si Hildegard parecía satisfecha con la dicotomía entre sus vidas públicas y sus miércoles secretos, Jason se sentía  más intruso que nunca. Las líneas entre realidad e ilusión eran borrosas.

 Cuando un miércoles de mayo Hildegard anunció que iba a participar en un congreso de traductores literarios en Salzburgo, Jason dijo que podría organizar un viaje y así podrían pasar esos días y noches juntos allí, y, tal vez, un fin de semana en Viena, como acostumbraban a hacer.

 –Oh, Jason, eso no será posible –dijo ella–. Meredith y los niños se reunirán conmigo. Vamos a ir a las montañas para el esquí de primavera. Les prometí a las niñas que les enseñaría Austria.

 Jason estaba aliviado. Por un momento sólo deseó ver alguna expresión de remordimiento. Que era un cumpleaños o un aniversario. Y, sin embargo, Hildegard nunca se disculpaba por nada. Y ella tenía razón. Él estaba acostumbrado a la culpa del miércoles. Podía manipularla en su conciencia pero cinco días juntos en Austria supondría un despliegue sicológico del cual dudaba ser capaz.

 –Tendremos que saltarnos el próximo miércoles –añadió ella.

 –Lo compensaremos la próxima semana aquí –dijo él, señalando la cama, con una tono de malicia en su voz que ella no notó. Se confesó a sí mismo que quería herirla.

 ****

 Junio fue fresco y lluvioso. Jason se paseaba despacio por el Boulevard des Capucines hacia la Madelaine. Las luces lanzaban destellos rojos, azules y verdes en la niebla. Todo parecía hueco. Apenas levantó sus ojos ante un relámpago sobre Montmartre.

 Su situación era insoportable. En teoría podía separarse de Jennifer y Hildegard de Meredith. Se hacía cada día. Pero la vida de Jenny y la mía están tan entrelazadas. Nuestro pasado en común importa. El futuro importa: mi misión en cosa de un año a Nueva York o Washington. El instituto de Danny. Mejor dejar que las cosas se arreglen por sí solas.

 Pasaban pocos coches. De todas maneras esperó a que el semáforo se pusiera verde. Se miraron a través de la calle estrecha. Jason puso una expresión en blanco. Asió su maletín. Una mirada perpleja nubló la cara de Hildegard. Un paraguas colgaba de su brazo. Ella llevaba pantalones a rayas formales, una chaqueta beige y tacones rojos. Tenía una cartera enorme a sus pies.

 Él sabía que ella también podía percibir la falta de espontaneidad en su abrazo.

 Él miró a su alrededor. ¿No era más grande la habitación antes? El techo era tan bajo, las ventanas estaban polvorientas y la moqueta gastada. Hildegard tenía la cartera en sus manos. Él se la quitó.

 La abrazó y acarició sus cabellos. Sus brazos rodeaban su cuello.

 Entonces ella empezó a llorar. Primero era un suspiro que poco a poco se transformó en un lento sollozo. La abrazó y esperó hasta que ella se separó. Su rostro tenía marcas rojizas y su pelo colgándole sobre las orejas.

 –¡Oh, Jason! ¿Qué está pasando?

 –Ayer fui al Bois –dijo él–. No había ido desde la tormenta. La devastación es insoportable. La naturaleza no es justa, en lugar del bosque hay una selva.

 –¿Es eso una metáfora de algo?

 –La selva de mi alma –dijo él con una risa seca y empezó a desabrochar su desconocida blusa de seda blanca–. Dos semanas son una eternidad sin ti.

 –¿Y quince años?; ¿por qué no me encontraste antes?

 –He estado esperando que me lo preguntases. Al principio, tras separarnos, mis sueños estaban llenos de ti. Después, no tan a menudo. Más tarde, tan raramente que en el sueño casi si podía reconocerte. Simplemente vivir la vida tomó la delantera.

 Quitarse la ropa fue solitario. Intentaron no mirar al otro. Pero él se percató de las finas líneas que marcaban su frente y las esquinas de su boca. Cuando él se inclinó para quitarse un calcetín sus muslos le parecieron más gruesos que nunca. Él metió su naciente barriga. 

 –De repente –estaba diciendo él–, tal vez un rostro en una película o una frase en un libro, y ahí estabas tú otra vez. Algo como tu teoría de las dos dimensiones. Continué con mi vida habitual con ese conocimiento escondido. El estar sin ti se convirtió en una costumbre. No necesitaba buscarte siempre.

 La llevó hacia la cama con ternura. Su cuerpo estaba acostado al lado del suyo. Su pasión había desaparecido. Pensó que penetrarla ahora constituiría una violación. Rápidamente la abrazó. Los brazos de Hildegard rodeaban su cuello y una pierna descansaba sobre su cuerpo.

 –Los miércoles no bastan, Hildy. Un miércoles es demasiado y un centenar demasiado poco.

 –Jason, ¿qué significa eso?

 –La mayoría de la gente en nuestra situación pensaría en separarse de sus cónyuges, o simplemente en admitir la derrota y abandonar.

 Su sugerencia, él lo sabía, era deshonesta. Si no había sido capaz de dejar a Jenny quince años atrás, hoy en día era aún menos apto. Era terreno resbaladizo. Exceptuando su obsesión enferma por Hildegard nunca se había antepuesto a Jenny o a su carrera. Oh sí, le gustaría poder decir, “basta ya de vivir la vida para la felicidad de otros”, aun así, la misma articulación de la tentación le inmovilizaba y le traía de vuelta al redil.

 –Yo también he pensado en eso –dijo Hildegard, sentándose sobre sus piernas–. Oh sí, nuestro amor es lo bastante fuerte para trastornar nuestras nuevas vidas. Pero algo nos desvió de eso en aquel entonces. Tal vez fuese nuestro miedo a la normalidad. Admítelo, siempre hemos deseado lo extraordinario.

 –Pero es una sensación vertiginosa. Me siento como si estuviese en el borde del cráter del Monte Etna y pensando en saltar. Con todo no podemos continuar así.

 Miró su cuerpo desnudo enfrente de él. Pero su sexualidad parecía anestesiada por un sentido de derrota y una creciente ansiedad sobre un futuro sin ella. Parecía no haber lugar para ellos. El sueño de ella parecía mejor que la realidad.

 –¡Yo puedo! Tú no puedes continuar así. Mírate, con esa mirada miserable en tus ojos. ¡Y hoy ni siquiera me deseas! De todas formas, sé que deseo lo que nos conviene a ambos.

 La expresión perpleja de sus ojos contradecía la mordaz confianza propia de sus palabras. Hildegard estaba ansiosa. ¿Era venganza lo que él buscaba?: ¿cómo podía no sentirse culpable?; ¿debería tal vez ayudarle él a mitigar su sentido de transgresión? Y, entonces, ¿Cuál era el camino correcto hacia su propia satisfacción? Naturalmente, pensó él, no a través de la traición a Jenny y la continuación de su doble vida.

 Un centelleo del sol de media tarde llenó momentáneamente su habitación y desapareció con rapidez, dejando detrás sombras pálidas. Los pétalos rojos y amarillos de los tulipanes en el jarrón en el alféizar pendían lánguidos. Las imágenes impresionistas en las paredes no tenían vida. Su blusa blanca en la mesa y su camisa en la silla cerca de la puerta parecían solitarios.

 Hildegard le miró a los ojos. No necesitaba pronunciar las palabras. Era todo o nada.

 –He empezado a extrañarte –dijo ella–. ¿Qué vas a hacer sin mí?

 –Echarte de menos el resto de mis días.

 En ese instante él sintió como la distancia entre ellos crecía, como si ella se estuviese desvaneciendo de su memoria. Como si algo estuviera muriendo en su interior. También él llegaba a escuchar la derrota en su voz, pero él ya no formaba parte de sus pensamientos. Él ya no podía imaginar sus pensamientos reales en ese momento, al igual que los de su perro, Musetta. De todas formas, ¿Qué había esperado ella?

 De repente, él fue consciente de una sirena que sonaba cerca de la Madelaine. Oyó el fragor de la tormenta, probablemente cerca de Montmartre. En el silencio de la habitación que ya no era suya, escuchó la gotera de la ducha estropeada.

 Puede ponerse en contacto con Gaither Stewart en GaitherStewart@libero.it