Porque soy guapo

 

por Jennifer Prado

 

Septiembre 2002

 

(Traducción: Mercedes Camps Herrero)

 

 

Las mujeres de Nueva York se lo ponen fácil a alguien como yo. Están acostumbradas a adquirir objetos bellos. Saben dónde obtener los mejores tratamientos faciales y los masajes más relajantes. Saben insistir y sacarle el regalo a la vendedora de maquillaje, aunque requiera una compra adicional. Las neoyorquinas quieren más. No son complacientes ni quedan satisfechas fácilmente. Tienen un sentido de la humildad olvidado. Quieren vivir más de una vida y nunca tener canas. Me desean porque soy guapo. Estoy diseñado sólo para la diversión. Soy aquel con quien nunca se casarían. No trabajaría para mantenerlas. Sólo soy un jueguecito con el que se divierten. Soy el hombre joven que ven a escondidas, porque les doy aquello que necesitan. Les doy lo que desean, siempre que me ayuden.

 

Tengo veinte años y sigo estudiando. Mis padres pagan mi matrícula y mi alquiler y mis mujeres costean mi ropa y mi estilo de vida. Convenientemente, soy hijo único. Así expresan mis padres su desvelo por mí. Llevo el pelo desaliñado que suaviza mis rasgos ya de por sí afeminados. Los únicos hombres que llevan el pelo largo en Nueva York son estudiantes o los sempiternos parados. Les atrae hacia mí dado que no se parece en nada a lo que conocen. Permítanme que les cuente cómo las encuentro. Es más fácil leer el rostro de las mujeres que el de los hombres. Las mujeres se descubren rápidamente con unos escasos gestos. La clave está en parecer desocupado como si uno estuviese esperando a alquien. Debe parecer que estoy esperando a que una mujer entre en mi vida. Así que espero. Si tengo paciencia, vendrán.

 

Veo a Stephanie antes de que entre en la cafetería. Toda vestida de blanco lleva de la correa a un pequeño perro ratero. Siempre les caigo bien a los perritos. Tienen la habilidad de olfatearme y dirigir a sus amos hacia mí. De can a can, nos saludamos.

­

­—Es tan simpático —digo yo. Stephanie sonríe y le hace mimos.

 

—¿No es un encanto? Es my Príncipe William —Esto va a ser demasiado fácil. Cualquier mujer que esté enamorada de su perro y del guapo Príncipe William está buscando a un amante como yo. Aquí mismo estoy. Y no vivo en un palacio allá lejos en Inglaterra.

 

— Qué bonita eres —le digo, echándole una mirada juguetona— ¿De compras? — Ella lleva una alianza y un diamante. Está casada.

 

—Sí, me encantan las tiendas de aquí. Acabo de comprar unas cosillas.

 

—Enséñame tus compras —su marido nunca se lo pediría, simplemente pagaría la factura.

 

Ella se ríe. Príncipe William se enrolla en mis piernas y huele mis calcetines.

 

—Francamente no puedo mostrártelo —responde ella.

 

—¿Por qué? Quiero verlo.

 

—Por que he comprado algo de lencería —ríe demasiado ruidosamente y mira por la sala. Sé cómo medir la risa de una mujer y sé que la estoy poniendo nerviosa.

 

—Enséñamelo. Quiero verlo. Parece que tengas buen gusto.

 

—Eso es verdad. Tengo buen gusto —ahora me está mirando. Sé que debo permitirle que me haga algunas preguntas para que se tranquilice—. ¿A qué te dedicas?

 

—Soy estudiante aún. Éste es mi último año —llevo tres años diciendo lo mismo.

 

—¿Qué estudias? —pregunta ella.

 

—Arquitectura —contesto yo. Esto nos dará un tema de conversación cuando paseemos más tarde. Puedo indicarle los edificios históricos y contarle sus historias. En realidad estoy estudiando empresariales, porque después de todo, soy un empresario.

 

—Ah, muy bien. Mi mar... —ella se calla. Estaba a punto de decirme lo que hace su marido pero ha cambiado de idea. No quiere pensar en su marido ahora mismo, porque está pensando en mí.

 

—¿Vas a dejarme ver lo que has comprado? —le echo una mirada a su bolsa y después retiro mi mano, sólo para jugar. Mi actitud inicial es propia de un cachorro. Sabía que funcionaría con Stephanie porque tiene el rostro de una mujer que acoge a los perros abandonados.

 

—Déjalo —dice con una voz aniñada—Vale, te dejo echar un vistazo —abro los ojos como si estuviese interesado. Saca de una bolsa un camisón negro transparente y lo agita delante de mí—. Ta ta —dice, tal que un patético redoble.

 

—Me encantaría vértelo puesto —le digo.

 

—¿En serio?

 

—Después me encantaría quitártelo —acabo de crear una ilusión. La mujer cree que he caído rendido por su encanto y belleza. Ella está pensando “Estoy volviendo loco a este chico”. Sé que voy a tener que ponerme en pie para que pueda comprobar la mercancía. Las neoyorquinas tienen unos instintos de compra sutilmente afinados.

 

Así que me levanto. Le muestro mi altura y delgadez. La pillo mirándome los hombros. Mi ropa tiene un aire internacional. Llevo un una preciosa chaqueta italiana de cachemira para mostrar que tengo estilo.

 

Debajo, llevo un suéter de cuello alto de lana con un agujero delante para indicar que tengo hambre. No es fácil mantener un suéter con un agujero con estas mujeres. Siempre me lo quitan. Lo envían a los coreanos para que lo zurzan, me dan uno nuevo del armario de su hijo o incluso algunas lo cosen para mostrar su amor por mí. A veces, tengo que hacer un agujero nuevo con unas tijeras para mantener la imagen.

 

—¿Me dirás cómo te llamas? — La estructura de la frase es intencionada, suena como si ella aún tuviera el mando. Ella es quien debe decidir.

 

—Stephanie —dice ella parpadeando arrebatadamente. Si una mujer parpadea rápidamente es a causa de la dilatación de las pupilas. Su cuerpo está revelando su deseo.

 

—Soy Randy —y beso su mano. Tengo el nombre de un chiquillo pero sé comportarme como un hombre.

 

—Quiero llevarte a algún sitio —dice ella.

 

—Tómame —digo yo— soy tuyo.

 

Paramos en una farmacia. Stephanie se pone sus gafas de sol oscuras y duda qué elegir.

 

—Oh, oh —dice, mientras mira—. Hace mucho que no compro estas cosas —quiero ayudarla. Escojo la marca de condones que prefiero.

 

—Éstos son buenos —comento. Juego siempre seguro. Conozco el valor de mi producto y quiero protegerlo. Además las mujeres creen que les debo algo si se arriesgan a mi lado y su enfado me cansa. Es más simple ir sobre seguro. También pongo un paquete de galletas para perro en el mostrador —. Para Príncipe William — digo poniendo mi mejor cara de cachorrillo.

 

—Eres tan dulce —dice ella y sus ojos rebosan de agradecimiento.

 

Stephanie me lleva a un pequeño estudio que tiene en la ciudad. La alfombra y los muebles también son blancos.

 

—Te gusta una imagen pulcra —comento mientras miro el piso.

 

—El color blanco representa la pureza y el espacio ­—dice ella. Está claro que Stephanie está repitiendo lo que le dijo el decorador. Más tarde me dice que vive con su familia en Connecticut. Las mujeres casadas facilitan mucho mi actividad. Disfrutan conmigo, me regalan cosas y luego se siente abrumadas por la culpabilidad. Me escriban notas encantadoras, me regalan botellas de vino caro y me dicen que pensarán en mí el resto de sus vidas. Ellas lloran cuando me dejan. Lágrimas reales de un amor que se va. Las mujeres casadas oportunamente se marchan después de un tiempo para hacer sitio a otras nuevas. De vez en cuando, una pierde la chaveta. Sin ayuda de nadie ni estímulo alguno deja a su marido, abandona a sus hijos y viene a buscarme. Aquí es donde a mí me toca esfumarme. Doy de baja el móvil y cierro mi cuenta de correo electrónico. La dejo pensando qué fue de mí, ahora que me ha hecho sitio en su vida. Simplemente se dejó llevar. Me da mucho trabajo. Tengo que llamar a todas las mujeres con las que aún salgo y darles mi nuevo número.

 

Príncipe William disfruta de su chuchería tras la puerta cerrada del baño. Intenta meter su pequeño hocico bajo la puerta y oler. Sabe lo que está pasando.

 

—¿Me vas a enseñar ese camisón puesto?

 

—Espera —se va tras el muro plegable que todo piso estudio en Nueva York parece tener. Me pongo de pie, saco mi cartera del bolsillo y la escondo bajo el colchón de la cama. Cuando las mujeres sienten curiosidad por mí, dejan de hacer preguntas. Fisgonean. No quiero que Stephanie conozca mi nombre ni dónde vivo. Así podré relajarme más tarde cuando tome una ducha mientras ella busca mi cartera.

 

Stephanie rodea el muro plegable. Sí que le queda bien. Es una mujer que se cuida. Puedo ver que hace sacrificios: sigue una dieta, hace ejercicio y aplica cremas caras en su piel.

 

¡Caray! —exclamo yo— Qué guapa estás. Ven aquí —la atraigo hacia mí y beso sus ojos, cuello y rostro. Suelto un pequeño gemido—. Hueles fenomenal — Stephanie se ríe y estrecha su boca sobre la mía. Me permito un pequeño estremecimiento y la beso prolongadamente. Dedico mucho tiempo a besar porque es lo que estas mujeres desean. Más que tener sexo quieren ser besadas. Es algo que ya no obtienen en casa.

 

Cuando hemos acabado, Stephanie me abraza y solloza.

 

—Me haces sentir tan bien —dice. Le he dado el Combinado Urgente: se siente joven, sexy e invencible. Le he ofrecido el gozo de una experiencia sexual sin complicaciones. No siente ni enfado ni resentimiento hacia mí. No hay un catálogo mental que ojear para recordar viejas discusiones o decepciones. Le he dado amor puro pero no he invertido un ápice de emoción en ello. Tras el sexo, estas mujeres son frágiles y necesitan ser abrazadas. Han empezado a pensar sobre lo que acaban de hacer y precisan ser distraídas. Algunas desean que mame de sus senos mientras me cantan nanas. Otras quieren llevarme a su bañera para lavarme con un paño. Stephanie quiere que juegue con su pelo mientras chupa mi dedo gordo.

 

— Oh, ricura —dice— me hace tan feliz haberte conocido. Stephanie acaba de entregarse. Al llamarme ricura o cualquier otro adjetivo sedoso demuestra que ya la he pescado con mi anzuelo. Acabo de convertirme en su segunda mascota. Ahora me toca hacer mi papel. Cubro mi rostro con mis manos.

 

— Oh —exclamo con una voz triste. Me va a matar mi novia. Siempre le he sido fiel, hasta hoy.

 

— Oh ricura —dice sentándose— estas cosas pasan —. Ya me está defendiendo.

 

—No podía resistirme porque estabas tan guapa —digo— Las mujeres son mi perdición. Me convierten en un débil. Stephanie me abraza y besa mi cuello.

 

—Eres adorable. ¿Quieres a tu novia? — asiento y la miro con una expresión preocupada.

 

—Entonces nada puede afectarle. Ni yo ni nadie. Simplemente no se lo digas —estas mujeres siempre pretenden que todo el mundo les diga la verdad pero quieren que a otras mujeres se les mienta. Al decirle que tengo novia, he construido una barrera que ahora tendrá que respetar. En lugar de estar enfadada conmigo, por mi disposición a la infidelidad, siente empatía con mi novia. Suspirará y pensará: “Oh, la tribulación de esa pobre chica, está enamorada de un chico irresistible”. Le recordará a un chico al que ella amó hace mucho tiempo, que constantemente le engañaba, pero a quien siempre perdonó.

 

—Creo que me siento atraído hacia las mujeres porque echo de menos a mi madre —dije yo—. Vive en California y no la veo muy a menudo.

 

—Pobrecito —dice ella, me rodea con sus brazos y se ofrece a mí de nuevo.

 

Mi madre vive a un trayecto de tren y no tengo novia. La única persona a la que quiero es yo mismo.

 

Tras nuestra ducha es hora de que me marche. Espero a que Stephanie entre el baño y cierre la puerta. El liberado Príncipe William corretea hacía mí, salta encima de la cama y husmea las sábanas. Le guiño un ojo y empieza a ladrar. Nos entendemos a la perfección. Saco mi cartera que estaba debajo del colchón.

 

—¿Necesitas algo? —pregunta Stephanie mientras cepilla su pelo húmedo. Molesto me encojo de hombros, como si tuviese vergüenza de admitir algo. Señala su cartera en la mesa—. Ábrela —dice ella. Doy un paso hacia atrás.

 

—No tienes que hacerlo —le digo— simplemente tomaré el metro. Tomo mi cartera y le enseño mi bono-metro. Necesito demostrarle que puedo ser autosuficiente.

  

—Toma dinero para un taxi  —dice ella. Me indica su bolso de nuevo—. Acéptalo, lo digo en serio —. Me observa mientras me acerco a su bolso. Estas mujeres tienen un ritual extraño. Les gusta mirar cómo tomo dinero de sus carteras. Saco un billete de veinte y se lo enseño. — Coge más —dice ella. Nunca robo a estas mujeres porque no es necesario. Me dan dinero voluntariamente.

 

Stephanie quiere que le acompañe a un acto benéfico en la ciudad. Ha alquilado un esmoquin para mí y quedo con ella en el estudio para tomar una ducha y cambiarnos.

 

—Estás increíble —dice mientras endereza mi corbata—. Pero ahora quiero que te lo quites. Aún tenemos tiempo, podrás ducharte de nuevo —. Me quito la chaqueta, la cuelgo sobre el respaldo de la silla y abrazo a Stephanie.— No la arrugues —cepilla mi camisa con sus manos. Soy su complemento para la velada y quiere que tenga buena imagen.

 

El acto benéfico me lleva a un mundo nuevo. Está lleno de personas mundanas y ejecutivos dinámicos. Esta gente posee un montón de dinero que donar pero soy consciente de que debo comportarme correctamente. Esta no es una noche para empezar a pillar números de teléfono nuevos. Stephanie me lleva del brazo toda la noche y saluda a toda la gente que conoce. Suelta un grito de alegría y abraza a una mujer con un corte rubio y preciso y un traje de diseñador.

 

—Randy, —dice ella— ésta es Grace, mi hermana. Grace me resulta familiar. He visto su cara en publicaciones de negocios que a veces ojeo cuando estoy esperando al tren. Ella es presidente de algo. Es una de esas mujeres rompedoras que ha atravesado el techo de cristal. Estrecha mi mano y me mira con curiosidad.

 

—¿Dónde lo encontraste? —le pregunta.

 

—Es un amigo del colegio de Andrew—contesta Stephanie. Andrew es su hijo. Tiene sentido decirlo ya que tenemos la misma edad. Es un buen tema. Grace se pasea a mi alrededor y mira.

 

—Muy majo —dice. Ya he visto antes a dos mujeres que se conocen mostrar un interés por mí. En este aspecto las mujeres son tan distintas de los hombres. Los hombres tratan a las mujeres que no aman como propiedad socialista. Un hombre se acercará a otro y le dará una palmada en el hombro.

 

—Parece bonita —dirá él— ¿Hasta qué punto te gusta? ¿Te molestaría compartir? —les da tema de conversación futuro, como un interés común en tenis o golf. Las mujeres son furtivas y turbias al respecto. A menudo en fiestas cuando la mujer con la que salgo se va al baño, su amiga, que ha bebido demasiado, pellizcará mi culo y sonreirá.

 

—Te deseo —dirá ella— pero todo para mí. Las mujeres se hacen malas pasadas por mi causa. Son capaces de actos inconcebibles. Llamarán a un periódico para contar una historia falsa sobre su amiga. Se convertirán en soplonas y se lo contarán al marido. Una mujer le dirá a su amiga, mientras ambas sollozan con los pañuelos de papel, que la perseguí implacablemente. Se tildarán mutuamente de “cabrona”  y cesarán toda forma de comunicación. Me da mi vía de salida.

 

—No era mi intención romper una amistad —digo con mi cara de cachorrillo triste. Nunca he estado liado con hermanas antes, y no tengo ni idea de lo que son capaces.

 

Cuando Stephanie se marcha al baño, me inclino hacia la oreja de Grace y la tomo del brazo.

 

—Mi historia con Stephanie es maravillosa —digo— pero me atraen en particular las mujeres poderosas —. Grace no sonríe. Pone sus manos sobre sus caderas y me mira. Saca una tarjeta de visita de su bolso.

 

—Ven a mi oficina mañana a las 16:30 —me dice—, entonces hablaremos.

 

La oficina de Grace ocupa varios pisos de un edificio en la Quinta Avenida. El despacho presidencial está en el último piso y tiene vistas sobre el Parque Central. Grace me recibe en la puerta y estrecha mi mano. La recepcionista, quien me ha indicado el camino, se mantiene cerca y estira el cuello para poder verme bien.

 

—Tráele un café a mi sobrino —dice Grace y la chica se va precipitadamente. A su regreso coloca una taza minúscula de espresso delante de mí—. Cierra la puerta —le dice Grace. La chica casi hace una reverencia al salir de la habitación.

 

—Yo establezco las normas —dice mientras me observa beber el café.

 

—¿Cuáles son?

 

—Serás discreto. Siempre dirás que eres mi sobrino. Cumplirás nuestras citas. Harás lo que yo quiera. No herirás a Stephanie —golpea la mesa con un sobre.

 

—Mira si aquí hay bastante —. Abro el sobre y miro el dinero que contiene. Supera el coste de mi alquiler—. ¿Semanal o mensual?

 

—Semanal. Te concertaré dos citas. Cobrarás cada semana tras la segunda cita —. Me pasa un Palm Pilot—. Toma esto. Ya te he concertado una para el mes próximo.  ¿Alguna pregunta? —dejo la taza de café y niego con la cabeza. —Una regla más: —dice ella— no llegues tarde, o...

 

—O ¿qué?

 

—O estarás despedido —me acompaña a la puerta, la abre y me da la mano de nuevo.

 

Stephanie quiere que vayamos de compras. Soy útil, le llevo sus bolsas, me siento fuera del probador. Sale contoneándose en uno de sus nuevos conjuntos y me pide mi parecer. Le dijo que le sienta bien. Estoy prestando un servicio que nunca realizaría su marido. Más tarde, vamos a su estudio de nuevo.

 

Se quita la ropa en la entrada y da saltitos desnuda.

 

—Ven aquí, mi bello amante —me descalzo y me tiro en la cama de tal forma que Stephanie rebota. Grita como si le estuviesen haciendo cosquillas. La abrazo rodeándola y beso su cuello.

 

—Hagamos algo que no hayas hecho nunca —le digo.

 

—¿Cómo qué? —me dice ella, nerviosa.

 

—¿Puedo traer a un compañero de la escuela la próxima vez?

 

—¿Quieres decir otro tío? —asiento y recorro su pecho con un dedo.

 

—Sería divertido —le digo— te mereces el tratamiento completo.

 

—Nunca he estado con dos al mismo tiempo. No sabría qué hacer.

 

—Podría enseñarte —le digo—lo convertiría en algo bonito para ti.

 

—¿Cómo puedes ser tan joven y saber tanto?

 

—Amo a las mujeres —le digo—, ellas me provocan el deseo de probar cosas nuevas.

 

—Tú me bastas, Randy. No necesito a nadie más —. Coloca su boca sobre la mía. En realidad no quería traer a otro hombre, sólo quería que admitiese cuánto me necesita. Mi profesor de marketing nos dijo: “Crea una demanda que responda a la oferta”. Yo soy la oferta.

 

Mi nueva Palm Pilot contiene mucha información y me resulta divertido  descubrir cómo funciona. Grace ha programado un tiempo de inicio, ubicación, y tiempo de finalización para cada una de nuestras citas. Tengo que verla en dos hoteles del centro, uno los martes y el otro los jueves. Hay dos instrucciones adicionales. No debo registrarme en recepción. Tengo que dirigirme directamente al ascensor y llamar a la puerta de la habitación.

 

—Hola Princesa — le digo.

 

—Por favor... — exclama— Quítatelos y acuéstate. Mientras me recuesto sobre mi espalda, me inspecciona. ¿Estás sano?

 

—Sano y siempre seguro—. Es el eslogan de mi producto.

 

—Bien. Vamos a empezar—. Se quita la ropa y se coloca encima de mi cuerpo. La beso.

 

—Nada de besos —dice ella, apartando mi rostro con su mano.

 

Todo marcha bien durante los primeros dos meses. Mantengo todas mis citas con Grace, aún tengo tiempo para Stephanie y continúo viendo a mis otras mujeres. Me va bien. Invierto parte de mis ingresos en un nuevo vestuario y la otra en un fondo de inversiones respetado. Estoy planeando unas vacaciones en solitario.  Estoy pensando en mudarme a un piso más grande. Stephanie me llama y me pide que vaya a verla al estudio. Parece sofocada. Debería haberme percatado de lo que se me venía encima.

 

Príncipe William gira a mi alrededor excitado cuando entro. Me inclino para saludar a mi mejor amigo.

 

—Sí, chico. Aquí estoy —se sube a mi pierna y empieza a frotarse contra mí.

 

—¿No es encantador? —dice Stephanie— Excitas a Príncipe William tanto como a mí —. Me percato de las maletas apiladas junto a la pared y respiro profundamente.

 

—¿Qué pasa?, Stephanie.

 

—Oh Randy. Me he cansado de llevar dos vidas. Se lo he contado todo a mi esposo. Le he dicho que voy a vivir aquí contigo —. Me aparto.

 

—No puedo vivir aquí contigo. Quiero a mi novia —le digo.

 

—Puedes continuar viéndola. No me molesta. Sólo quiero pasar más tiempo contigo —. Se acuesta en la cama y me llama.

 

—Stephanie —le digo con severidad— No. Eso es imposible. Se sienta y se transforma instantáneamente. Si usted nunca ha visto a una mujer convertirse en un ñu... es una visión horrible y desagradable.

 

—¿Qué quieres decir con “no”?

 

—Simplemente eso. No, no voy a vivir aquí contigo —. No me espero que empiece a tirarme cosas y no tengo tiempo de esquivar al primer proyectil que me golpea.

 

—No puedes decirme que no. No aceptaré un no.  

 

—Stephanie, tranquilízate —le digo. Está tirando los cuadros de la pared y rompiéndolos sobre su rodilla. Necesita trozos de los marcos para arrojarlos. Me los tira tal que lanzas.

 

—No es imposible. Me niego a admitir un “no”.

 

—Stephanie. No me dejas elección alguna. Esta forma de comportamiento es inaceptable. Me voy —Se lanza a mis pies, coge mis tobillos y empieza a sollozar. Príncipe William viene corriendo, lame su cara y ella lo coge en sus brazos.

 

—No me dejes. No tengo dónde regresar.

 

—Lo siento, Stephanie. Nunca hablamos de esto. Pero no puedo —Tomo mi chaqueta y salgo. Algo se estrella contra la pared.

 

—¡Lo vas a sentir! —grita Stephanie.

 

Hay un mensaje de Grace en mi móvil.

 

—He cancelado nuestras citas para la semana próxima. Estoy de viaje de negocios.

 

—Bien —pienso mientras me relajo en la sauna de mi nuevo gimnasio. — Me merezco un descanso.

 

Stephanie parece muy tranquila por teléfono pero no sospecho nada. No he dado de baja mi móvil aún porque me siento seguro y vago.

 

—Ven a verme, Randy, una última vez. Tengo un regalo de despedida para tí. Sólo quiero despedirme correctamente. Siento haber estado tan enfadada. Ahora me siento mejor —y así, voy, a recoger mi premio de despedida.

 

Grace está detrás de la puerta pero no la veo hasta que el secador metálico golpea mi cabeza. La fuerza del golpe me echa al suelo. La gente dice que ve estrellas pero yo veo palomitas de maíz. Granos de maíz blanco explotando delante de mis ojos. 

 

—¿Se ha desmayado? —pregunta Stephanie. Grace me echa un vistazo.

 

—No, está parpadeando —dice ella.

 

—Entonces golpéale de nuevo. Dejo de ver palomitas y el negro lo ocupa todo.

 

 

Cuando me despierto, me percato de que me han desnudado y atado las manos a la espalda. El collar y la correa de Príncipe William cuelgan de mi cuello.

 

—Levántate —dice Grace—, nos vamos de paseo.

 

El portero de la entrada viene corriendo al percatarse del espectáculo que estamos dando.

 

—¡Señoras! —exclama él— ¿Qué hacen?

 

—Sacar el perro a pasear —dice Grace—. Stephanie me tira a los asientos traseros del Jaguar verde de Grace y ésta empieza a conducir. Cuando llegamos a Times Square, Grace detiene el coche.

 

—Sal —dice.

 

—¿Por qué me hacéis esto? —pregunto— ¿No podéis ser sensatas?

 

—Heriste a mi hermana. No respetaste las condiciones —dice Grace.

 

—Subestimaste el amor fraternal —dice Stephanie— Es más fuerte que el deseo de un hombre.

 

—Lo siento —exclamo.  

 

—Demasiado tarde —dice Grace. Sale del coche, abre mi puerta y me agarra del pelo desaliñado— Sal —. Plantado en medio de Times Square, me giro para marcharme. Una cámara instalada en un edificio lanza su objetivo sobre mí y empieza a grabar. En un instante, mi imagen es lanzada a la famosa pantalla gigante. La multitud da un grito de asombro y apunta a la pantalla mientras paso a su lado. Están tan ocupados mirando la tele que no se percatan de mi presencia. Ando con las manos atadas a mi espalda. En algún lugar, unos dedos ágiles escriben en un pie de página: El hombre desnudo de Times Square.  El satélite lo capta y mi imagen es transmitida al mundo entero. El pie de página, con mi título, serpentea por la pantalla con letras rojas gigantes hasta que es reemplazada por otras noticias.

Jennifer Prado escribe para películas independientes en la ciudad de Nueva York. Diplomada en Literatura de Ficción por la Universidad de Wisconsin-Madison, ha realizado estudios sobre Cine y Vídeo en la ciudad de Nueva York. Además del inglés, escribe en portugués y castellano. Sus relatos cortos y críticas sobre música han sido publicados online. Ha terminado recientemente su primera novela  Love and Sex, y en la actualidad está intentado abrirse camino en el complejo mundo de los agentes y los editores de Nueva York. Puede ponerse en contacto con ella en: JenniferPrado@yahoo.com